El rio Medellin baja desde la clara, arriba en Caldas. Su agua es fría y gris, esas aguas que la gente llama aguas sucias o tristes; es como cemento líquido, quizás así se veía el Cocito en los dominios de Plutón descrito por todos aquellos que bajaron a los avernos.
La quebrada separa las zonas habitadas y urbanizadas de Caldas de la carretera que conduce al sur del país. Desde la mayoría de las zonas barriales cercanas a la vía principal puede apercibirse de la presencia del rio.
Barrios como la Inmaculada, de obreros y desahuciados, estaba asentado justo al lado del rio. Las calles que venían bajando verticales desde el parque, hasta la principal, tenían su terminación directamente en el rio; tripas de cemento que terminaban abruptamente en las fauces de la corriente.
Detrás de las casas de ese lado del barrio solo colindaba el rio, los platanales, la vegetación de pantano y zonas húmedas, densa y profunda, todo estaba cerca al barrio. Cuando llovía se escuchaba el estertor del rio, se escuchaba la fractura de las piedras por el ímpetu desmedido de la corriente dispuesta a avanzar a toda costa.
Allí jugábamos cuando llovía o no; allí nos reuníamos para decidir cuál sería el siguiente juego; para dividir los equipos, a terminar las peleas. Fue allí que un niño machuco mi dedo pulgar con una piedra; sin piedad, machacando mi dedo contra otra piedra solo por no querer jugar a lo que él deseaba. En ese rio se resolvió todo, vi ese dedo hinchado como una pera y la mano cerrado que golpea al niño que lo había causado.
Fueron muchos de los recuerdos que ese rio arrastra a través de mi memoria. Cuando empezaba a aprender a montar en bicicleta, en las noches, iba y me sentaba a escucharlo, ya que no podía verlo, a refrescarme con esas partículas de agua que saltan al rostro y lo van mojando a uno desapaciblemente. La música del agua, ininterrumpida.
En las mañanas lo veía, elevándose sobre los troncos desperdigados, saltando la barrera imaginaria que el hombre torpe construye, como en el cuento de Zola, donde los marinos se empeñan en tratar de contener la mar, pero esta los embiste para demostrarles cuanto los ama.
Siempre lo veía, siempre estaba en mi rango de visión, en mi perímetro ocular, arrastrando troncos inmensos, creciendo hasta acercarse a las puertas a tocar para pasar, y volver a achicarse como un hilillo de agua; las gotas de lluvia que se deslizan de las grandes hojas de bijao humedeciendo la semilla que previamente el árbol había depositado; el olor a tierra mojada, a vegetación.
Todo lo que es propio del rio, de los paraísos tropicales donde el agua fluye, de los paisajes donde la vida brota a borbollonees, milagro de los dioses, germen fecundo de vida renovada; las náyades del rio, la atmósfera primogénita, inicial que pervive en él, nos ha infectado para siempre.
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