Colombia está siendo testigo de un episodio decisivo en su historia judicial y política: el proceso penal contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Lo que comenzó como una denuncia terminó convertido en uno de los casos más emblemáticos de la politización de la justicia en nuestro país. Este proceso ha despertado la preocupación no solo de millones de colombianos, sino de juristas internacionales, medios de comunicación y analistas que, aún siendo críticos del expresidente, reconocen con inquietud las irregularidades evidentes en su desarrollo.
Ningún político en Colombia ha sido tan investigado, acosado y judicializado como Álvaro Uribe. Y no es coincidencia. Es resultado de una estrategia cuidadosamente elaborada desde la izquierda radical, que ha instrumentalizado las instituciones judiciales con fines políticos. En toda democracia funcional, la justicia debe ser ciega ante los colores partidistas y fiel a la Constitución. Lamentablemente, en Colombia, esa balanza se ha inclinado peligrosamente hacia la ideología.
Durante 67 audiencias, la defensa del expresidente Uribe desmanteló punto por punto las acusaciones en su contra. Los testigos, los documentos, los argumentos: todo indica que este proceso no es otra cosa que una persecución política disfrazada de causa penal. Detrás de esta estrategia está el senador Iván Cepeda, un actor político cercano al actual presidente Gustavo Petro y defensor acérrimo del grupo narcoterrorista FARC, organización que fue combatida, debilitada y enfrentada sin tregua por el gobierno de Uribe.
Lo más grave es que el caso dio un giro insólito: Uribe, quien acudió voluntariamente a la justicia como denunciante, terminó convertido en acusado. Fue en el 2014, en un debate de control político liderado por Cepeda en el Congreso, que se trazó la hoja de ruta para este montaje. Desde entonces, los hilos del poder judicial han sido tensados por actores políticos que buscan cobrar venganza con toga y martillo en mano.
Colombia enfrenta hoy un enorme reto: recuperar la confianza ciudadana en la justicia, una rama del poder público que tiene más del 95% de impunidad, y que pierde legitimidad cada vez que se somete a intereses ideológicos. En este proceso contra Uribe no se han visto garantías plenas. La Fiscalía ha estado claramente sesgada, la fiscal del caso ha ignorado pruebas exculpatorias, y los jueces parecen más atentos a las presiones mediáticas que al texto de la ley. No es justicia, es vendetta.
El presidente Gustavo Petro ha gobernado sin ofrecer verdaderas garantías a la oposición. Desde el Congreso se ejerce presión, desde el Ejecutivo se amenaza, y desde el sistema judicial se intenta borrar del mapa político a quien representa la mayor oposición a su proyecto: Álvaro Uribe Vélez. Lo que está en juego no es solo el nombre de un expresidente, sino el principio mismo de la democracia.
La justicia debe ser perfecta, sí, pero sobre todo, debe ser justa, técnica, objetiva y constitucional. No puede convertirse en un brazo armado del poder ideológico, ni en una herramienta para exterminar al contradictor. Sentenciar a Uribe sería enviar un mensaje aterrador: que en Colombia, quien defiende el orden, la seguridad y la autoridad, será castigado; y quien pacta con el crimen, premiado.
Al expresidente Uribe sus malquerientes no lo pudieron derrotar en las urnas ni en el debate político. Por eso, acuden a la justicia para silenciarlo. Pero no podrán. Enfrentan al hombre de las mil batallas, con el país entero como testigo de un inocente acusado de algo que no cometió. Uribe saldrá libre, y sus acusadores deberán ser procesados por la verdadera justicia: esa que no ve color político y actúa conforme a la ley, no a la revancha.
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