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A nivel técnico, la crisis de la información pública en Colombia radica en una brecha fundamental entre la arquitectura de software y la realidad institucional. Cuando un desarrollador diseña un módulo presupuestal para una entidad específica, trabaja bajo restricciones locales: una base de datos aislada y reglas de negocio optimizadas para esa entidad. El sistema funciona perfectamente en su entorno, pero el Estado no es una unidad monolítica, sino un universo mucho mayor que según cifras del DANE podrían estar en alrededor de 10.000 entidades en Colombia, con sistemas construidos en diferentes épocas, lenguajes y requerimientos normativos. Esto ha dado lugar a la proliferación de “sistemas legacy” o heredados, aplicaciones que, aunque obsoletas tecnológicamente, siguen soportando procesos críticos, especialmente los financieros, porque su reemplazo implica riesgos operativos inaceptables y costos que en la mayoría de los casos las Entidades no están en la capacidad de asumirlos. El resultado que tenemos hoy, es una gran cantidad de aplicaciones donde las estructuras de datos son incompatibles por diseño, impidiendo que la información fluya automáticamente hacia los organismos de control.
Esta fragmentación arquitectónica tiene consecuencias devastadoras para la integridad financiera. Desde la perspectiva de la auditoría, conciliar la realidad contable en muchas ocasiones se convierte en una tarea bastante compleja. Un ejemplo crítico es la discordancia entre el Sistema Electrónico de Contratación Pública (SECOP) y el Sistema Integrado de Información Financiera (SIIF). Aunque teóricamente deberían ser espejos, el vínculo entre un contrato jurídico y su ejecución presupuestal a menudo depende de registros manuales propensos al error humano. Estudios académicos sobre la migración al SIIF II han documentado altos niveles de inconsistencia en los registros contables, donde saldos de cuentas como depreciaciones o provisiones no convergen debido a la falta de uniformidad en los parámetros de cada entidad. En el nivel territorial, la situación es aún más opaca: reportes de cumplimiento de transparencia revelan que numerosas alcaldías y gobernaciones presentan lagunas de información de años completos o plataformas en blanco, creando agujeros negros donde el control fiscal en tiempo real es matemáticamente imposible.
En este contexto, la promesa de utilizar Inteligencia Artificial para la vigilancia fiscal enfrenta un obstáculo insalvable conocido en informática como Garbage In, Garbage Out (basura entra, basura sale). La Contraloría General avanza en modelos de analítica predictiva, pero si estos algoritmos se alimentan de datos fragmentados, duplicados o mal estructurados, el resultado no será la detección de fraude o de riesgo, sino la “confusión algorítmica”. Una IA entrenada con fechas en formatos incompatibles o clasificaciones contractuales heterogéneas generará miles de falsos positivos que desgastarán la capacidad operativa de los auditores, o peor aún, falsos negativos que blindarán los sofisticados esquemas de corrupción bajo un manto de validación tecnológica. Sin una limpieza y estandarización previa de los datos, la sofisticación tecnológica es inútil.
La solución no reside en adquirir más software, sino en establecer una gobernanza de datos jerárquica y vinculante. Aunque Colombia cuenta con un Marco de Interoperabilidad y herramientas potentes como X-Road para el intercambio seguro de información, carece de una figura con la autoridad política y técnica para imponer estándares transversales. Es necesario emular modelos internacionales que han instituido el rol del Chief Data Officer (CDO) o Líder de Interoperabilidad con capacidad sancionatoria, encargado de derribar los silos de información. Antes de soñar con un control fiscal automatizado por robots, el Estado debe resolver la “fontanería” básica de sus datos. La interoperabilidad no es un lujo técnico, es el requisito esencial para que el control fiscal bajo la premisa de la IA, sobreviva y sea realmente útil en la era digital.














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