Hace un siglo que los estudiantes universitarios de Córdoba, Argentina, realizaron un movimiento que cobró dimensiones continentales y extendidas en el tiempo. Protestaban por la excesiva injerencia del Estado, la política y otros factores e instancias de los poderes establecidos en los centros de estudios y querían desatar todas las trabas que obstaculizaban la actividad académica.
Ese malestar se hizo positivo en dos grandes banderas que signaron de a pocos el devenir de las universidades, en particular las públicas, en América Latina, la libertad de cátedra para salvaguardar de las miradas ajenas al conocimiento y de los juicios de valor y la censura la actividad docente e investigativa. Esa función debía estar en manos únicamente del profesorado y de los órganos universitarios. Y la otra fue la consigna de la autonomía de la universidad que, como su nombre lo indica, buscaba evitar la interferencia de agentes y poderes externos y la utilización de la universidad con fines políticos, partidistas, religiosos o ideológicos.
Esas dos banderas han tenido desarrollos muy desiguales en cada país y en cada centro de educación superior. Quiero referirme en especial a la noción de autonomía académica que ha sido la más atenuada, primero, por los estados que finalmente se han ocupado de la financiación en tanto dejar ese asunto en manos de inexpertos es cosa utópica, ello se ha traducido, a su vez, en la presencia de agentes y delegados de los ejecutivos en su gobierno.
Y, segundo, por la intensa actividad adelantada por grupos de izquierda que en muchos casos han convertido a algunas de ellas en centros de formación de cuadros, cooptación de militantes y divulgación de ideas y programas de corte comunista en todas sus versiones.
Se me ocurre hacer esta especulación pensando en otro tema mucho más grueso y preocupante en grado superlativo cual es el referido a la misión de la universidad y la colonización y, por ende, deformación por parte de diferentes grupos y tendencias políticas que han convertido gran cantidad de instituciones y espacios académicos en plataformas de acción política.
Se ha convertido en paraguas de tal situación la idea según la cual la universidad no puede ser ajena a los problemas de la sociedad, circunscribiendo estos a los relativos a la igualdad, la justicia, la revolución como deber juvenil, etc.
No se tiene en cuenta que una cosa es que la universidad contribuya con sus conocimientos a la resolución de los problemas de la sociedad y muy otra que se ponga al servicio de una facción partidista o ideal político. De esa forma, el principio de la autonomía universitaria termina siendo desfigurado cuya consecuencia más notable es que se borra la tenue y frágil línea que separa la academia de la política faccional.
Traigo a cuento estas reflexiones a propósito de la decisión de la Universidad Nacional de Colombia de comprometerse con la política de paz del gobierno Santos y su acuerdo con las Farc. Un problema político bastante polémico que ha ocasionado la división de la sociedad y cuyos contenidos fueron calificados por la Corte Constitucional como una política pública.
Ello se ha dado quizás por desconocimiento o a pesar de lo que se consagra en la Misión de la principal universidad colombiana: “Como Universidad de la nación fomenta el acceso con equidad al sistema educativo colombiano, provee la mayor oferta de programas académicos, forma profesionales competentes y socialmente responsables. Contribuye a la elaboración y resignificación del proyecto de nación, estudia y enriquece el patrimonio cultural, natural y ambiental del país. Como tal lo asesora en los órdenes científico, tecnológico, cultural y artístico con autonomía académica e investigativa.”
En su Visión encontramos estas metas:
“La Universidad Nacional de Colombia… debe fortalecer su carácter nacional mediante la articulación de proyectos nacionales y regionales, que promuevan el avance en los campos social, científico, tecnológico, artístico y filosófico del país… Así mismo, la Universidad fortalecerá los programas de extensión o integración con la sociedad… Usará el conocimiento generado para producir a través de sus egresados y de los impactos de la investigación y extensión bienestar, crecimiento y desarrollo económico y social con equidad. Será una universidad que se piense permanentemente y reflexione sobre los problemas estructurales del país.”
En reciente columna la nueva rectora, Dolly Montoya, sentó un punto de vista que refrenda la tendencia de pérdida del valor filosófico de la autonomía universitaria “…La vocación de su proyecto cultural de nación de la Universidad Nacional es dinamizar y hacer realidad los espacios para la construcción de una Colombia justa, equitativa, motor de diálogo y deliberación. Debemos promover el perdón y la reconciliación mediante la formulación de nuevos caminos de paz con posturas de reconocimiento y respeto por el otro, abriendo nuevos espacios ciudadanos dentro de marcos de justicia y equidad.” (El Espectador 09/06/2018)
Loable interpretación para justificar el enlace con una política gubernamental que, quiérase o no, es objeto de profundas discusiones y objeciones de naturaleza política partidista, jurídica y filosófica.
La Universidad, dice la rectora, cuenta “con 14 centros de pensamiento, de los cuales cinco tienen como nicho, mediante su labor académica, contribuir a la paz y formar nuevas ciudadanías.” Si hasta aquí el tema es urticante, ¿qué otras sorpresas no podríamos llevarnos si se pudiera evaluar cómo es que se está llevando a cabo esa “labor académica” con la que se quiere filar una comunidad compuesta por miles de personas de diversas tendencias, unida e identificada alrededor de tareas del saber, las artes y la educación, en torno a la paz convertida en dogma de dogmas.