A veces conviene despojarse de la confianza que indiscutiblemente tenemos todos los colombianos en los pronunciamientos del gobierno: creemos fielmente en las afirmaciones del Presidente, los Ministros y los jefes de Departamentos Administrativos como si no pudieran cometer error alguno. Sin embargo, el reciente pronunciamiento del Presidente Santos, en el que señala, sin muchos argumentos jurídicos, que la Sentencia de la Corte Internacional de Justicia de la Haya que le concede a Nicaragua la soberanía sobre una buena parte de territorio marítimo antes perteneciente a Colombia, es inaplicable, es una buena prueba de que las palabras provenientes del ejecutivo pueden ser foco de reproches bastante coherentes.
En este caso particular, una serie de premisas normativas son suficientes para sostener que las palabras del mandatario no tienen ningún asiento jurídico. En primer lugar, sostener que el fallo de la Haya es inaplicable casi un año después del mismo es absurdo, pues durante todo este tiempo el fallo ha sido aplicado y Nicaragua ha ejercido plena soberanía sobre el territorio. Esta situación, además, implica que aún sin fallo, el hecho de que Colombia deje de ejercer soberanía sobre una porción de su territorio y que otro Estado lo haga de manera constante, al cabo de un tiempo constituye una forma de adquisición de territorio, favorable en este caso para Nicaragua, conocida como ocupación.
Por otra parte, el argumento según el cual el fallo de la Corte atenta contra la Constitución Política del país es muy poco veraz, pues ésta en su artículo 101 señala que: “Los límites de Colombia son los establecidos en los tratados internacionales aprobados por el Congreso, debidamente ratificados por el Presidente de la República, y los definidos por los laudos arbitrales en que sea parte la Nación.” Este artículo es perfectamente compatible con el fallo, dado que Colombia ha firmado y ratificado el Pacto de Bogotá, en el cual reconoce la competencia de la Corte Internacional de Justicia de la Haya para dirimir conflictos de carácter internacional en los que se vea involucrado el país, como sucedió en este caso. De tal forma que el hecho de que el señor Presidente anunciara el retiro de Colombia de tal pacto no constituye ningún impedimento para la aplicación del Fallo, pues cuando este se produjo Colombia aún reconocía la jurisdicción de la Corte para hacerlo.
De otro lado, la pretensión del mandatario de que la Corte Constitucional declare inexequible la ley aprobatoria del Pacto de Bogotá, constituye una clara intromisión e intento de manipulación del poder ejecutivo sobre el legislativo. Pretender que el tribunal encargado de la interpretación y protección de la Constitución Política, amañe el significado de esta a lo que convenga más a las pretensiones gubernamentales no es otra cosa que una extralimitación de la competencia del Presidente. Más grave aún, es pensar que si la Corte efectivamente decidiera obedecer la petición con apariencia de orden del Gobierno, tendría que asegurar que su fallo tiene efectos retroactivos, sentando un precedente de violación del Derecho Internacional, hecho legítimamente denunciable ante instancias internacionales como la ONU o la OEA.
Las únicas opciones que quedan entonces al Gobierno para recuperar el territorio perdido son la negociación pacífica con Nicaragua, o bien el ejercicio de la soberanía sobre el territorio, corriendo el riesgo de generar un conflicto internacional de gran envergadura. La primera opción no suena posible teniendo en cuenta la voluntad política del Presidente Ortega, y la segunda es poco plausible en la comunidad internacional y en la opinión pública del país.
Con este panorama cuesta creer que el pronunciamiento del Gobierno responda a una voluntad jurídica real, por cuanto es normativamente imposible hacerlo efectivo, hecho que lleva a concluir que solo se trata de una estrategia política de Juan Manuel Santos que busca unificar de alguna manera la derecha y complacer a la opinión pública de cara a una posible reelección. Amanecerá y veremos.
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