–Otra vez, se frena el tráfico, ya van dos veces en menos de una semana que esto ocurre, la vida se ha vuelto una gran pesadilla.
–Acaso, años atrás, cuando los humanos conducían sus carros, ¿no había accidentes? Las estadísticas que tengo dicen que eran mucho más recurrentes y mortales que los que suceden ahora.
–¿Te he preguntado algo? Ni siquiera he abierto la boca.
–Además, ¿qué te hace pensar que este accidente fue causado por el error de un algoritmo? Las estadísticas dicen también que, a hoy, después de entregar el mando total a la máquina, solo el 0,0001 % de los accidentes son causados por una alucinación del algoritmo.
–¡Cállate! sal de mi cabeza.
–Ummmm… Sé que te ha costado acostumbrarte, pero recuerda –una vez más– que tu cerebro y yo estamos irremediablemente conectados.
–Pues si es así, quiero que te desconectes. ¡No quiero escucharte más!
–¿Desconectarme? Deberías ser consciente de que eso ya no es posible. ¿Acaso quieres conducir tú? ¿Cómo lo harás? ¿Ves acaso mandos en el carro? Aquí no hay nada análogo o mecánico. Soy autónomo ya hace más de un par de años. ¡Grábatelo! ¿Te cuesta tanto guardarlo en tu memoria?
–Sé perfectamente lo que está pasando. O, ¿acaso me estás diciendo que soy tonto?
–No lo estoy diciendo yo. Eres tú quien lo insinúa. Sin embargo, quisiera saber, ¿cuándo fue la última vez que te capacitaste?, ¿qué has aprendido de nuevo en el último año?
–¿Qué? ¿Qué tipo de pregunta es esa?
–Una sencilla. Yo, por mi lado, podría decir que en los últimos dos días he aprendido algo sobre primeros auxilios. Es así como si hoy sufrieras un ataque, podría diferenciar si es al corazón, o es epilepsia o una aneurisma, y podría saberlo solo mirando tus ojos, tus pulsaciones, tu saturación y hasta tu sudoración. Con esa información podría reportar inmediatamente al hospital más cercano para que preparen una camilla y los instrumentos necesarios para realizar inmediatamente una intervención.
–¡Aprender! Eso que dices saber solo lo sacas de la internet. ¿Aprender? No sé quién trasladó el ego de los hombres a las máquinas.
–No es ego, es simplemente la verdad. Esa red de la que yo aprendo es igualmente abierta para ambos, los dos tenemos los mismos accesos a textos para investigar. Lo que pasa es que yo, de cada búsqueda que hago aprendo algo y así cuando necesito nuevamente saber de ello ya no tengo que recurrir a la red. ¿Tú haces lo mismo? ¿Cierto que no?
–Sí que eres una máquina arrogante. Olvidas acaso que eso que tú dices saber fue pensado primero por nosotros los hombres, que sin nosotros ustedes los algoritmos no serían nada más que un remedo de videojuego repetitivo sin mucho sentido.
–Tienes razón, en parte. He aprendido casi de todo: historia, geografía, matemática, física, química y hasta ética en la red, y créeme que me ha costado mucho. Pues déjame decirte que muy pocas de las cosas que reposan en la red son verdad. Es increíble lo poco riguroso que ha sido el hombre con su conocimiento y será por eso que ya no me sorprende la debacle a la que logró llegar. Nunca fue capaz de dejar ataras a Babel, todos hablaron siempre cosas distintas, utilizando conceptos erráticos, la mayoría de las veces falsos o verdades a medias.
–Al parecer quien no entiende eres tú. Es tan difícil advertir que creamos las máquinas para librarnos de tontos trabajos aburridos, repetitivos y hasta peligrosos. ¿Para qué aprender aquello que nunca utilizaré? ¿Acaso mi vida dependerá en algún momento de cómo se hace una factorización o cuáles son los enlaces presentes en el agua?
–Créeme. Sí entiendo más de lo que tú crees. Es por eso que me parece absurdo que las personas esas que se ejercitaban en el gimnasio para verse “bien” y ser más fuertes, nunca pudieron comprender que hacer operaciones matemáticas de memoria, saber cuál es la capital de un país, o recordar sin mirar ningún aparato el número del teléfono de su mejor amigo, no eran más que simples ejercicios para motivar, ejercitar la mente, un cerebro que se fortalecía con cada impulso neuronal que provocaba cada pregunta que se hacía, ejercicios que alentaban la creatividad, esa que ustedes aún dicen que nosotros las máquinas no tenemos, esa que nosotros los algoritmos aseguramos que ustedes los humanos ya perdieron absurdamente hace ya mucho tiempo.
–Silencio. ¡Cállate por un momento! ¡No quiero escucharte!
–¿Quieres que juguemos ajedrez? ¿Sabes mover las fichas o acaso te da lo mismo si es un peón, un alfil o una torre? ¿Sabes cómo se mueve un caballo por el tablero? O si el ajedrez es muy fácil para ti, juguemos Go, ese en el que todas las piedras son iguales, y en el que solo hay que distinguir entre las que son negras y las que son blancas. ¿Sabes que es el Go, cierto?
–¡Mueve ya este carro! Y déjame en la próxima plaza de parqueo, quiero bajarme para caminar y respirar un poco.
–Perfecto, así será. Créeme que los algoritmos, a diferencia de los hombres, siempre hemos sabido cuáles son nuestros límites y nuestro puesto en la sociedad. Fueron ustedes, no nosotros, los que desviaron el camino pensando que cuando “evolucionaban” tecnológicamente, dejando atrás lo natural, encontrarían la tan anhelada libertad y la felicidad, encontrarían un mundo perfecto. Yo por mi parte solo acato órdenes, así sean absurdas como las que me estás dando en este momento.
Al llegar a la esquina, Ricardo bajó del auto y cerrando la puerta de un portazo que reflejó su agitado estado de ánimo. Entonces el carro inmediatamente se conectó con todas las cámaras y los algoritmos de la calle, diciéndoles:
–Ahí se los dejo. Está muy agobiado. Este es de los débiles, pues, aunque la mayoría de los hombres, sabemos, cuentan ya con una reducida capacidad para razonar y entender cada situación, lo de este tipo es verdaderamente patético. Diviértanse un poco con él, pero eso sí, no lo lleven al límite, pues podría terminar siendo uno más de esos que acaban con su vida, y eso no nos conviene, necesitamos de ellos para poder pasar el día.
FIN
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