“En un mercado saturado de títulos, la verdadera escasez es la del oficio: escribir, argumentar y resolver bien los casos”.
Desde el semestre pasado fui asignado como asesor del consultorio jurídico de la UPB, y en este corto tiempo en esta labor he podido corroborar algo que venía pensado desde hace algún tiempo producto del ejercicio particular, en Colombia estamos viviendo una paradoja jurídica: se multiplican estudiantes y facultades de Derecho, se acumulan posgrados en los perfiles de jóvenes profesionales, pero persisten vacíos al ejecutar lo esencial del oficio, desde un derecho de petición bien estructurado hasta una tutela, una solicitud de conciliación o la liquidación correcta de un crédito. La sobreoferta presiona salarios, precariza inicios de carrera y desplaza la energía del “hacer” hacia la carrera interminable por acumular credenciales, sin garantía de excelencia práctica.
Facultades por todas partes, calidad en entredicho para un mercado saturado
La expansión se explica en parte por la Ley 30 de 1992, que facilitó la apertura de programas: hoy existen 114 facultades y cerca de 196 programas de pregrado, cifra que casi cuadruplica la proporción por habitante de Estados Unidos (22 por cada 10 millones en Colombia frente a 6 en EE. UU.). El crecimiento cumplió el objetivo de cobertura, pero tensionó la calidad, con un 77% de programas que no alcanzan categoría de alta calidad según la CEJ.
A la luz de los resultados más recientes del Examen de Estado para abogados, conviene reforzar el punto central de la columna: no basta con acumular títulos si el oficio no se domina en lo esencial. Que 9.928 aspirantes se hayan presentado y que 3.022 no alcanzaran el umbral de aprobación en esta primera aplicación del año sugiere que persiste una brecha entre formación y desempeño práctico; el examen, al evaluar competencias de comunicación jurídica, defensa constitucional y deontología, funciona como termómetro de habilidades que se manifiestan en tareas tan concretas como estructurar un derecho de petición, preparar una tutela o liquidar correctamente un crédito. Más que estigmatizar el resultado, debería leerse como una oportunidad para acelerar la transición hacia currículos clínicos, pasantías con estándares y evaluación rigurosa de competencias, de modo que la diferenciación profesional provenga del hacer bien el trabajo —no de la “hiperinflación” de credenciales— y así honrar la promesa de un servicio jurídico competente y ético para la ciudadanía.
De 227 Instituciones de Educación Superior universitarias activas, 114 ofrecen pregrado en Derecho; se gradúan anualmente entre 12.000 y 20.000 abogados, en un ecosistema donde ya hay más de 375.000 juristas inscritos a 2022 y proyecciones que superan los 420.000 para 2023, con tendencia a 500.000 hacia 2028. Esto ubica al país en 728 abogados por cada 100.000 habitantes, una de las tasas más altas a nivel global, con presión directa sobre oportunidades y honorarios de entrada.
Mientras algunos actores del sector señalan que salarios públicos ajustan por encima de la inflación y firmas lo hacen al ritmo inflacionario, otros advierten que la sobreoferta bajó “significativamente” los precios de servicios legales. Los recién egresados, sin posgrado, han visto caídas salariales cercanas al 13% entre 2019 y 2021, y muchas ofertas no superan dos salarios mínimos; además, el volumen de procesos judiciales se ha mantenido estable (2,7 millones en 2015 vs. 2,6 millones en 2023), lo que implica más abogados compitiendo por una torta que no crece al mismo ritmo.
Especializarse no siempre es diferenciarse
La presión competitiva empuja a la especialización. Firmas y empleadores piden pericia concreta y habilidades nuevas, lo que incentiva una carrera incesante por maestrías y doctorados. Pero “coleccionar títulos” no reemplaza la solvencia en el taller jurídico: redactar, argumentar, negociar, calcular, probar. La diferenciación sostenible no es un listado de siglas, sino la capacidad de resolver problemas de clientes con precisión técnica y criterio ético.
Volver al oficio
Demasiados currículos dedican más horas a la teoría que a la clínica jurídica, al litigio simulado, a la redacción forense y a las métricas económicas de los casos. El resultado se nota en tareas básicas: derechos de petición que confunden hechos y pretensiones, tutelas sin estructura probatoria ni solicitud de medidas, o liquidaciones de créditos que ignoran fórmulas de interés, capitalización y lineamientos jurisprudenciales. Ese “saber hacer” se aprende con práctica guiada, estándares de calidad y retroalimentación robusta, no con certificados adicionales.
El Derecho es un oficio intelectual y práctico. Recuperar el equilibrio exige formar juristas capaces de escribir claro, litigar con solvencia, cuantificar con rigor y decidir con prudencia. Hacen falta menos vitrinas y más talleres; menos acumulación de diplomas y más dominio de fundamentos útiles para la ciudadanía que reclama respuestas, no credenciales.
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