“En el mundo hay una inmensa mayoría de seres hijos de farsas, hijos de mentiras”
En estos cúmulos de sapiencias, vanidades y exigencias llamados ciudades, caminamos cada día apañados con una multitud inagotable de pensamientos, sobre el mundo y sobre nosotros mismos, sobre lo que hacemos y lo que otros hacen, sobre lo que producimos y lo que creemos es obligación para nosotros producir, hacer, generar. Y así es vasto el espacio de la mente y vasta la infinitud de creaciones que ésta misma como perceptora de estímulos emplaza en nuestro acervo, social e individual.
Valga aclararse que dicha individualidad debe entenderse como la capacidad del ser humano para pensarse a sí mismo, responsabilizarse de su existencia y apropiarse de la construcción de su camino, fundamentalmente apoltronado en la subsistencia. No cabrá duda desde una perspectiva constructivista que la individualidad en el individuo, valga el aparente pleonasmo, más que una comprensión del ser como ente independiente, es el entendimiento del ser como un sujeto construido por la relación con lo otro, con el mundo, con lo externo que le da bases y herramientas para crearse, construirse, comprenderse y versionarse.
Ahora bien, «sujeto», palabra compleja para referirse al individuo en estas épocas de correctismo político y algo de entrañable romanticismo religioso y espiritual. «¿Sujeto a qué?», preguntarán los libertarios y apasionados. Sujeto a cualquier cosa, pues el mero hecho de llegar a este mundo, la vida misma, ya plantea una dependencia, una sujeción, una obligación a necesitar de algo representado en aire, agua, alimento, y una obligación a necesitar de alguien, un alguien encarnado inevitablemente por otro sujeto, quien será el encargado, visto específicamente desde una aproximación biologicista, de proporcionarnos como mínimo el alimento, y si vamos un paso más allá en la perspectiva de comprensión de las necesidades físicas y emocionales de un neonato, también sería éste otro el encargado de proporcionarnos el primer componente extrauterino de lo afectivo.
Me he tomado el atrevimiento de hacer este preámbulo bastante reduccionista y simplista de algunas de las primeras necesidades del individuo, para sentar las bases del sencillo postulado de esta apuesta materializada en la menor cantidad de caracteres posible: en el mundo hay una inmensa mayoría de seres hijos de farsas, hijos de mentiras. Y digo inmensa mayoría para no pecar de descarado y absolutista, permitiéndome inclusive a mí mismo un cierto margen de esperanza, creyendo en la posibilidad de lo imposible, en la posibilidad de la utopía.
Y no es para alarmarse, ni para engancharse en pensamientos conducentes a juicios creados desde negativas y negatividad, contrario a eso la inquietud que suscita este breve encuentro con las letras, es la de animarnos a pensar que cada uno puede encarrilarse cada vez más en el viaje de la honestidad consigo mismo, traduciendo aquello en la honestidad con los demás y con el mundo. Pareciera esta una afirmación de esas dignas de memes de la nueva ola de la positividad y de los seres de luz sonrientes veinticuatro siete. Y sí, seguramente también soy hijo de esa farsa, así como de muchas otras, finalmente soy y somos intentos a veces bastante fehacientes y a veces bastante fallidos, de representaciones carnales, conductuales y emocionales del entorno y sus enseñanzas.
Toda historia propia es entonces construida a partir de historias de otros, de lo que esos aliados “proporcionadores” vivieron, y por tanto, de su propia experiencia de materialización de las enseñanzas y ejemplos recibidos. La dificultad que encuentro en ese devenir relacional y autoconstitutivo, es la de evidenciar constantemente que cuando se pregunta a otros sujetos por su historia y sus memorias, y al recuperar las que atañen al menos a las de su crianza en la primera y segunda infancia, empiezan a presentarse las discrepancias entre la imagen creada y la imagen vista de los criadores, esas expresiones similares a: “me decían que no decían mentiras, pero cuando les convenía ocultaban cosas”, “mi papá/mamá decía que amaba a mi Mamá/papá, pero tenía a otras (os)”. Alejándonos de moralismos, el asunto no es si esas conductas puntuales son buenas o malas, adecuadas o inadecuadas, el asunto es cómo cada uno ha construido algunos elementos de su propia imagen a partir de características y estándares, además de implacables, incoherentes, de “verdades” que serían desvirtuadas por el propio acontecer cotidiano: deber ser enfrentado a los sucesos.
Quién no tiene una historia similar por contar, cada una de ellas con más o menos complejidades que las otras, con elementos diferenciados y relacionados con asuntos más o menos comprometedores o relevantes. Por ende me pregunto cuánto somos cada uno hijos de farsas, creados a partir de una que otra mentira, de una que otra imagen dibujada y reeditada con lápiz y borrador, y cuánto han ayudado esas circunstancias a que cada uno construya su propia imagen con marcadas distorsiones, un tanto engañados por esas imágenes creadas que después de ser desvirtuadas por la constatación hacen temblar cimientos del propio ser y dificultan el afianzamiento mismo de unos autoesquemas claros y saludablemente vividos desde lo egosintónico.
Hijos de la farsa, hijos de la mentira, hagámonos hoy hijos de la autenticidad, seres propios que osemos encarnar sin miramientos el encuentro con nuestra esencia.