«Hay algo de melancolía en aquellas avenidas vacías»: Diarios de Cuarentena

Son las siete de la mañana. Salgo de casa, apresurada. Continuamos en aislamiento obligatorio. Reviso mi bolso para percatarme de que no he olvidado mi recipiente de agua jabonosa con límpido, confío más en este, que en el gel anti bacterial -que es más para bacterias que para virus-. Lo saco y ensayo en el piso del corredor que funcione el aspersor. Ya he aprendido a tirar de la puerta con mi codo. 

Al salir al hall se me presenta el dilema: bajar por las escaleras o tomar el ascensor. ¡No quiero encontrarme con nadie! Elijo las escaleras. No me sujeto del pasamanos, me voy por todo el centro -voy bajando rapidito-; de repente me encuentro con un señor que viene subiendo, los dos nos sorprendemos al encontrarnos -pensé que era la única que elegía las escaleras-; solo puedo mirarle a los ojos, él tiene mascarilla e inmediatamente me percato que no llevo la mía, me angustio, dejo que el señor pase a mi lado. Aumenta la velocidad mientras lo hace, nos saludamos subiendo las cejas, ninguno habla. Me imagino que él está aterrado porque yo no llevo mi máscara, lo dejo que se pierda, ya no lo veo y me devuelvo. 

¡Estoy aterrada! ¿Cómo he podido olvidar mi mascarilla?! Comienzo por subir nuevamente, abro la puerta y encuentro que he dejado mi mascara en la mesita junto de la salida de casa; me alivia encontrarla, me lavo las manos, me la pongo frente al espejo y ya comienzo a extrañar mi propia sonrisa que no la veo en el reflejo. Quiero quedarme pensando en lo que eso significa, pero no tengo tiempo, se me hace tarde, el día me espera con todos sus pendientes.

Salgo y comienzo a bajar las escaleras, por fin llego al parqueadero. Por el número de carros parqueados veo que nadie ha salido. Después de bajar del piso 12, agitada, me subo al carro, limpio la cabrilla con una esponja con agua jabonosa, también lo hago con la palanca de cambios. Al llegar a la portería de la unidad, El Portero me habla con unos ojos verdes, tiene también una máscara. Me habla en voz alta. No bajo la ventanilla como siempre hasta abajo, solo un poco. Me recuerda que tiene un paquete para mí, le grito desde el carro que me lo guarde para el regreso, él no me entiende muy bien, -para hablar a través de la mascarilla hay que hablar más alto-, la voz se queda encerrada en la máscara, no quiero impurificar con un potencial objeto contaminado algo dentro de mi carro, ni mis manos, que aún no han tocado nada extraño. 

Segura por ahora, las calles vacías, todas para mi sola. Al principio siento bienestar, luego pienso que hay algo de melancolía en aquellas avenidas vacías.

Llego muy rápido a la oficina, un colaborador me desinfecta de arriba-abajo, incluyendo mis zapatos. Paso al nuevo lavamanos que recién instalamos en la entrada, subo las escaleras, -no me apoyo en el pasamanos-; mientras asciendo, observo a mis médicas y enfermeras concentrados hablando con las pantallas de sus computadores, haciendo telemedicina, -solo hay una cuarta parte de la gente que usualmente hay-, todos salteados en el salón casi vacío, separados por dos metros, los demás están en casa en teletrabajo. Aquí están los mínimos imprescindibles para que funcione el modelo domiciliario. Todos con su máscara, me levantan las cejas, rostros sin las sonrisas que se quedan encerradas. 

Entro a mi oficina, giro el pomo con un pañuelito, lo descarto, limpio mi pc, mi lapicero, enciendo mi computador, hago las reuniones con el equipo que está en casa en teletrabajo por videollamada. Me entero cómo comenzó el día, me comentan cuántas muestras tenemos de Covid para tomar hoy, cuántos pacientes con Covid continúan hospitalizados en casa, cuántos se han recuperado, cuánto personal nuestro está disponible; pregunto si alguno amaneció con algún síntoma. 

Reviso mi stock de mascarillas N-95 y mascarillas quirúrgicas, hago la proyección y creo tener suficientes para los siguientes dos meses de trabajo. Mi ingeniero de seguridad industrial me enseña las caretas trasparentes que me han llegado nuevas para el personal que está directamente con los pacientes Covidosos. Me ensayo un vestido de astronauta que usará la tripulación de ambulancias y el personal que toma las muestras y que valora los pacientes de COVID en casa, me tomo una selfie, pero no la comparto con nadie, es rara. 

Un ingeniero industrial me presenta el dispositivo que inventó para colocar sobre las camillas de las ambulancias para trasladar los pacientes, se me parece a un papa móvil y lo encuentro bastante útil; otro ingeniero me presenta una cabina en forma de pasillo para colocar antes de la entrada a la oficina con muchos aspersores que rociarían agua jabonosa sobre nuestros cuerpos al pasar y antes de ingresar; y otro, me trae unas gafas herméticas que se ajusta perfectamente a la piel y no dejaría entrar al virus. 

Quizá nos vendría bastante bien tener pequeños robots  que se expusieran por nosotros  y los pudiéramos manejar desde el computador…será el futuro de la humanidad; por ahora, todavía es ficción, le servirá a la especie dentro de cien años que tengan una pandemia con un virus que seguro será más mortal que el COVID, pues cada vez adquieren más complejidad y más capacidad de derrotar a su receptor; ese virus del próximo siglo de seguro matará a todo el que lo contraiga, no dará ventaja como ahora, que mata a cada cinco de cien enfermos.

Ya estoy sola y miro el titular de una noticia que sale en una ventana emergente de mi pc: “gobierno expide decreto de excarcelación, saldrán cuatro mil reclusos para evitar el contagio masivo dentro de las cárceles”. Pienso que es lógico, dado el hacinamiento de las cárceles, pero también pienso a qué se dedicarán durante este tiempo de cuarentena. Me asusta el hecho de que el estado de cosas que conozco deje de ser y pasemos a otro desconocido. Fantaseo con el fin del confinamiento en el que el mundo se dividirá en dos: los que andan por las calles, frescos, alegres, sin máscaras, tocándolo todo, acercándose a todo sin miedo, con un carnet que cuelga de sus cuellos que titula “Pase de inmunidad”, será la gente que ya se contagió, ya padeció la enfermedad y le ganó al virus, no murieron, están vivos y ya adquirieron inmunidad,  su sangre ya tiene anticuerpos contra el Covid-19 y ya nunca se enfermarán así tengan contacto con alguien que esté contaminado; han sobrevivido y sus alegres sonrisas están pintadas en el rostro; en contraste con la otra mitad de la gente que aún no tiene ese pase, los enmascarados. Estos caminarán más a prisa, intentarán alejarse cada que alguien se acerca, cambiarán de acera cuando esté muy congestionada, mirarán con anhelo a los portadores del carné y ansiarán portarlo ya que señala los inmunes al Covid-19. Los enmascarados, los que anhelan la llegada de la vacuna que es la otra manera de estar inmune, los que tendrán miedo; pronto la humanidad se dividirá en dos, los enmascarados y los que tendrán pintadas sus sonrisas en la cara, pues ya no morirán por Covid-19.

 

Briseida Sánchez.

Medellín.

Nota:

En Al Poniente quisiéramos saber cómo ha sido la experiencia de las personas en este tiempo que llevamos confinados en nuestros hogares. Decidimos crear los Diarios de Cuarentena, con la intención de comunicar los sentimientos, sensaciones y experiencias vividas que sentimos en estos momentos insólitos para nuestra especie, a raíz del confinamiento.

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