Cómo en pleno siglo XXI, los hijos siguen siendo moneda de cambio, trofeos en disputas de pareja, o peor aún, una carga evadida por quienes deberían ser pilares fundamentales en su crianza. ¿Hasta cuándo perpetuaremos la anacrónica idea de que los hijos “son de las madres”? Esta concepción, arraigada en roles de género obsoletos, invisibiliza la responsabilidad intrínseca de los padres, relegándolos a menudo a figuras secundarias o, peor aún, a meros proveedores económicos.
Las comisarías de familia del país se han convertido en un escenario cotidiano de esta dolorosa realidad. Padres y madres, inmersos en sus propias heridas post-ruptura, utilizan a sus hijos como peones en un juego de poder y resentimiento. Se manipulan visitas, se exigen condiciones humillantes, se “extorsiona” emocionalmente al progenitor ausente con la excusa de permitir el contacto filial. Este panorama desolador nos obliga a preguntarnos: ¿dónde queda el bienestar del niño en medio de esta contienda egoísta?
Pero la irresponsabilidad paterna no se limita a la manipulación emocional. Las escalofriantes cifras de demandas por alimentos en Colombia, aproximadamente 80 diarias, son un grito silencioso de miles de niños que ven cómo sus necesidades básicas son ignoradas por quienes los engendraron. Hombres que, al separarse de sus parejas, parecen creer que también se divorcian de sus obligaciones parentales, actuando como si la paternidad fuera un contrato con fecha de vencimiento. Esta actitud, además de ser legalmente punible, revela una profunda inmadurez emocional y una alarmante falta de conciencia sobre el impacto de sus acciones en la vida de sus hijos.
Es inevitable cuestionar las motivaciones detrás de la decisión de tener hijos en la actualidad. ¿Cuántas parejas buscan en la descendencia la aprobación familiar, la realización personal de uno de sus miembros, o incluso una forma de “asegurar” una relación? La triste realidad es que, para algunos, la llegada de un hijo parece responder más a deseos egoístas que a una planificación consciente y responsable. Se delega la crianza en abuelos, tíos o personal de servicio, diluyendo la presencia y el compromiso directo de los padres.
Si bien es cierto que las dinámicas familiares han evolucionado significativamente, desdibujando los roles estrictos de antaño, esta transformación no exime a los padres de su responsabilidad primordial. Hoy, donde la doble jornada laboral es una realidad para muchos, la crianza debe ser una tarea compartida, un equilibrio entre el sustento económico y la presencia activa en la vida de los hijos. La idea de que la mujer, por el simple hecho de serlo, debe asumir una mayor carga en la crianza es un vestigio de un pasado que debemos superar.
El síndrome de “hijos huérfanos de padres vivos” es una dolorosa consecuencia de esta falta de compromiso. Una anécdota que me contó una amiga nutricionista de un colegio prestante en Medellín que un ejercicio de dibujo para reconocer la figura familiar más cercana, la sorpresa fue que dibujaban a sus nanas o abuelas como la figura más admirada en sus vidas es un testimonio elocuente de la ausencia emocional de sus propios padres, quienes, por diversas razones, no logran establecer un vínculo significativo con sus hijos.
Tener un hijo no debería ser una moda pasajera o una respuesta a presiones sociales. Implica una preparación integral que va más allá de lo económico. Requiere educación sobre los cuidados del bebé, planificación financiera realista, disposición a renunciar a ciertos estilos de vida y, sobre todo, una profunda conciencia de la responsabilidad emocional y afectiva que conlleva.
Criar a un hijo hasta los 18 años en algunas ciudades principales en Colombia cuesta puede costar entre $1.463.920 y $2.838.520 millones, así lo reveló una encuesta de la Universidad EAN en el año 2023, pero el precio de la ausencia y la negligencia parental es incalculablemente mayor en el desarrollo emocional y psicológico de un niño. Es hora de dejar de ver a los hijos como objetos y empezar a reconocerlos como individuos con derechos y necesidades que merecen ser atendidas por padres plenamente comprometidos.
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