Hacia un Estado que garantice también el sentido de la vida

“La felicidad no es un lujo ni una concesión, sino un derecho integral del ser humano, inseparable de la dignidad y la justicia.”


Desde que los antiguos griegos comenzaron a preguntarse por la vida buena, la felicidad ha sido un hilo invisible que recorre la historia de la filosofía, no como un capricho hedonista, sino como la más humana de las aspiraciones: vivir con plenitud, encontrar sentido, alcanzar un equilibrio entre el dolor inevitable y la posibilidad del goce; Aristóteles la llamó eudaimonía, otros, con palabras distintas, nombraron esa misma búsqueda que, siglos después, persiste con la misma intensidad, con las mismas preguntas esenciales: ¿qué significa vivir bien?, ¿quiénes tienen derecho a hacerlo?, ¿por qué algunos parecen condenados a sobrevivir mientras otros acceden sin culpa al privilegio del bienestar?

En la costa Caribe colombiana, donde la risa a veces florece en medio de la ruina, donde el baile desafía la desesperanza y las caderas giran como si no doliera, hay una sabiduría ancestral que enseña a danzar incluso entre escombros, a reír como una forma de resistencia, a cantar aunque el alma esté rota, como si el goce fuera el último refugio ante el desastre; pero no basta con resistir cantando ni con ocultar la tristeza detrás de tambores y carcajadas, porque no es justo que a algunos solo se les permita la alegría como forma de supervivencia, mientras el derecho a la felicidad permanece como un privilegio lejano, inaccesible, desigual; no es justo que el gozo tenga que disfrazarse de fortaleza, ni que la vida se acepte como un campo de batalla sin treguas, sin pausas, sin belleza; necesitamos, con urgencia y con ternura, que se nos garantice también el derecho a ser felices, no como una concesión caritativa, sino como parte integral del pacto social.

La dignidad humana no se agota en la ausencia de dolor ni se limita a la supervivencia física o económica; también pide la presencia del sentido, de la belleza, de la calma interior y del tiempo compartido, exige la posibilidad de habitar la vida con alegría, con deseo, con proyectos que nos conecten con los otros y con nosotros mismos, con nuestras memorias, nuestros afectos y nuestros sueños no dichos; por eso, un Estado verdaderamente humano no puede conformarse con protegernos del abismo, ni limitarse a administrar la escasez o a mitigar las heridas, sino que debe tender puentes hacia la esperanza, construir condiciones reales para la plenitud, y comprender que la justicia también tiene que ver con la posibilidad de disfrutar la existencia.

En Colombia, el debate sobre los derechos humanos ha estado históricamente anclado en la protección frente al daño, en la garantía de mínimos vitales y en la reparación de agravios, y aunque esta mirada ha sido necesaria y sigue siéndolo, resulta incompleta frente a los desafíos contemporáneos de la democracia, la desigualdad estructural y la construcción de paz; la dignidad humana —consagrada como eje axial de la Constitución de 1991— no puede seguir reducida a la ausencia de vulneraciones ni a la provisión de condiciones materiales mínimas, porque la dignidad, en su sentido más profundo, implica también la posibilidad de vivir con sentido, con alegría, con propósito, con libertad para elegir quién se quiere ser y con espacio para disfrutar de lo que uno es.

Reivindicar el derecho al goce de la vida y a la felicidad no es, entonces, un exceso idealista ni una fantasía ingenua, sino una consecuencia lógica y urgente de un Estado que se reclama humanista, democrático y garante de derechos integrales; y aunque este derecho a la felicidad no esté formulado explícitamente en la Carta Política, se desprende de una interpretación sistemática del orden constitucional, como lo ha reconocido la jurisprudencia, al entender la dignidad no solo como principio fundante, sino como un derecho fundamental autónomo, dotado de dimensiones concretas y exigibles: el derecho a vivir bien, el derecho a vivir como se quiere y el derecho a no ser humillado.

Desde esta perspectiva, resulta evidente que un proyecto político centrado en el ser humano no puede limitarse a evitar el sufrimiento o a distribuir la escasez, sino que debe generar condiciones para la realización plena de las personas, condiciones para la belleza, el goce, la pausa, el vínculo, el deseo, la risa; y el problema no es normativo, porque las bases ya están en la Constitución, en los tratados internacionales y en la interpretación progresiva del bloque de constitucionalidad; el problema es conceptual, cultural y operativo: se sigue actuando desde una visión residual del bienestar, donde lo emocional, lo simbólico, lo afectivo y lo espiritual aparecen como lujos o dimensiones privadas, cuando en realidad son esenciales, urgentes y políticas.

El paradigma tecnocrático dominante ha hecho que el Estado privilegie lo cuantificable, lo económico, lo urgente, y deje de lado lo sensible, lo narrativo, lo cotidiano; pero un país no se mide solo por su Producto Interno Bruto, sino también por su capacidad de generar condiciones de vida que permitan a las personas construir un relato de sí mismas, vincularse con otros, ejercer su creatividad, experimentar afectos positivos, cuidar y ser cuidados, sentirse libres, enraizados y a la vez en movimiento; por eso, incorporar indicadores de bienestar subjetivo y sentido de vida en las políticas públicas no es una idea excéntrica, sino una necesidad ética, política y técnica que ya tiene precedentes internacionales que lo demuestran: países que miden el bienestar psicológico, la vitalidad comunitaria, el tiempo libre, la salud mental y la percepción de vida como parte integral del desarrollo.

En un país como Colombia, marcado por el conflicto armado, la exclusión histórica y la desigualdad estructural, la noción de goce y felicidad adquiere una dimensión ética y política aún más profunda, pues se convierte en horizonte de justicia restaurativa, en posibilidad de sanación colectiva, en reparación simbólica; la reparación integral de las víctimas no puede limitarse a indemnizaciones monetarias o garantías legales, porque reparar también implica devolver el deseo, el juego, la alegría, la posibilidad de construir futuros no marcados por el miedo; el trauma social no se supera solo con justicia transicional, sino también con arte, con ritual, con afecto, con políticas públicas que reconozcan el dolor pero no se queden en él, que apuesten por la vida como posibilidad y no como condena.

Es necesario avanzar hacia una concepción postliberal del derecho, donde la libertad no sea entendida solamente como ausencia de coacción, sino como capacidad real de autodeterminación, de autorrealización, de florecimiento personal y colectivo; una libertad positiva que exige políticas públicas que aseguren el acceso a bienes simbólicos como el arte, la cultura, el espacio público digno, el tiempo libre, la participación comunitaria, el derecho al silencio y el cuidado emocional; no se trata de imponer una visión única de la felicidad, ni de uniformar los deseos, sino de crear condiciones para que cada quien, desde su historia, su identidad y su deseo, pueda construir la suya.

En esta clave, el Estado no puede ser un mero administrador de estadísticas ni un proveedor de servicios mínimos; debe ser un garante de sentido, un facilitador de vidas significativas, un creador de condiciones para que la existencia no sea solo un hecho biológico o económico, sino una experiencia vivible, compartible y deseable; y esta transformación implica repensar desde los sistemas de diagnóstico hasta los criterios de evaluación de las políticas públicas, para incluir dimensiones subjetivas, cualitativas, emocionales y relacionales; implica también diseñar instrumentos que escuchen la voz de quienes han sido históricamente silenciados, que midan también la calma, la gratitud, la percepción de autonomía, el reconocimiento mutuo, el derecho a la ternura.

Es por ello qué, la felicidad y el goce de la vida no son asuntos marginales ni superficiales, no son un lujo burgués ni un desvío filosófico, sino indicadores profundos del tipo de sociedad que estamos construyendo; negarlos es perpetuar una lógica de exclusión que cree que solo algunos tienen derecho a vivir bien mientras otros deben conformarse con sobrevivir; reconocerlos, en cambio, es apostar por un Estado realmente incluyente, que no solo repare cuerpos y territorios, sino también proyectos de vida; porque sin sentido, sin placer, sin posibilidad de autorrealización, no hay verdadera justicia, y sin justicia, no hay democracia posible.

Leidy Viviana Padilla Marquez

Abogada, filósofa y negociadora internacional, masteranda en Derechos Humanos. Su trabajo explora la conexión entre filosofía, derecho y cultura desde una perspectiva social. En su investigación reciente, analiza cómo la salsa expresa ideas filosóficas de resiliencia y fortaleza.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.