Colombia finalmente vislumbra, a través de una hendidura que pareciera abrirse más cada día, la posibilidad de abrazar por primera vez en su existencia un gobierno nacional cuyos lineamientos representan la antítesis de todo el ejercicio político que, por siglos, ha detentado la batuta que orquesta las dinámicas socioeconómicas del país. Un gobierno que significase, a la postre, un punto de inflexión -conducente muy seguramente a transformaciones positivas- para el devenir de la república. La Colombia Humana de Gustavo Petro es, naturalmente, la quimera que encarna dicha oportunidad. No obstante, más allá de esto, sería conveniente hacer hincapié en que habrían otras implicancias sui generis -e inclusive de mayor trascendencia- para la nación. Una de ellas: la reivindicación de una voz que, aunque en ocasiones estentórea, ha sido acallada a expensas de un conservadurismo tradicional.
Porque sí, un virtual grito de conquista del candidato cienaguero y su séquito, es indispensable para que Colombia empiece gradualmente a sanar desde lo más profundo de sus laceradas carnes. La victoria del susodicho figuraría como un acto de autoperdón en términos políticos. Y es que la realidad factual yace ligada al siguiente axioma: todo lo que no esté enmarcado en el cuadro de la ortodoxia es perseguido y empalado por considerarse indeseable; nuestra historia reciente nos provee de un sinnúmero de ejemplos para sustentar lo anterior. Bastaría primeramente con remontarse a la segunda mitad del siglo pasado donde, una satanización de los movimientos de izquierda presidida por el godismo recalcitrante de Laureano Gómez, asaltó a la población. O recordar a un Mariano Ospina coqueteando con el Franquismo en España, mientras era artífice de un proyecto de reforma constitucional a todas luces reaccionario. O, por qué no, la “dictadura” de Rojas Pinilla, que presentándose como una tercera vía y como un paliativo para el fratricida bipartidismo, ocultaba una extensión de la empresa antidemocrática auspiciada desde las altas esferas del poder: el Acto Legislativo 6 de 1954 -sobre el cual Gilberto Vieira, otrora director del PCC, manifestaba dirigiéndose a la Asamblea Nacional Constituyente: “la ilegalización es un problema que no atañe únicamente a los comunistas sino también a todos los demócratas y patriotas colombianos, porque con esa medida se crea un arma de persecución ideológica y se establece el delito de opinión”- es una irrefutable prueba de ello. Y así. La lista podría extenderse hasta llegar al episodio de la UP o hasta eventos más contemporáneos como el asesinato de líderes sociales, entre otros.
Más que representar un necesario desafío para el statu quo o ser la supuesta panacea para acabar con los males que aquejan a la patria es conveniente, desde el punto de vista de la reconciliación y el aperturismo, el que Gustavo Petro se haga con la cabeza del Ejecutivo. Debemos dejar los odios infundados y los miedos aprendidos -pareciera nuestra sociedad una réplica de los experimentos de Pavlov- con miras a empezar a ser objetivos de forma tal que sea posible dilucidar, entre un abanico de decisiones, las correctas a tomar y que devendrían en un Estado incluyente, plural, enmendado, y genuinamente marchante hacia el progreso. Por aquellos que se alzaron en armas al ver relegada su participación en la vida pública, por quienes fueron asesinados en virtud de ideologías disímiles; por todos y cada uno de los que han querido un mejor proyecto de país. Fuerzas oscuras han intentado por años materializar la muerte de la heterodoxia y frenar la conquista de los Derechos Humanos sirviéndose de la coerción y las instituciones para asegurar su posición de privilegio. Pero sus esfuerzos no han conseguido cortar la circulación de la aorta que alimenta el sueño de un mundo mejor. Un voto por Petro es un voto que ratifica nuestra puesta en pie en esta lucha. Un voto por Petro es, grosso modo, un voto en contra de la muerte.