Medellín, 1992. El Parque Lleras es una manguita donde las señoras sacan a pasear sus perros y las parejas de novios se abrazan dentro de los dos únicos negocios de comidas que hay en el sector, Mimo’s y Pastelitos. Carlos, un visionario de los negocios, comienza a visitar el Parque los fines de semana con su plante de artesanías. Es de esos hombres que venden lo que sea. En semana va hasta Guayaquil para comprar llaves viejas, mientras que en la calle Sucre compra varias tiras de cuero con las que hace unos collares que luego vende adjudicándoles propiedades adivinatorias.
Meses atrás, en un concierto de la Filarmónica de Medellín, conozco a una mujer y quedo encantado. Hablamos, nos damos cuenta que tenemos un amigo en común. Miradas van y vienen. Bajo alguna disculpa que no recuerdo ella escribe el número de su teléfono en el método de guitarra de Matteo Carcassi que en esa época siempre me acompañaba. Luego de un par de conversaciones telefónicas me invita a su casa, vive a dos cuadras del Parque Lleras, aunque en esa época uno diría cerca de la iglesia de El Poblado.
Entre pasteles de arequipe y helado Mimo’s con chocolate y crispi conozco a Carlos, a su esposa Ana y a su hermano Mauricio. Nos hacemos amigos. Comienzo a interesarme por las artesanías y aprendo a doblar alambre. Nos vemos siempre los fines de semana. El escenario es siempre el mismo, el parque silencioso, un par de perros corriendo y parejas que se acercan a comprar artesanías.
A comienzos del mes de noviembre Carlos me pregunta si voy a ir al concierto de Guns N´ Roses en Bogotá. Respondo que a mí ese grupo no me gusta, me parece que Axl Rose canta muy aburridor, su voz nasal siempre me ha parecido incómoda para el oído. Contesto con rabia, con angustia. Carlos pregunta si me pasa algo. Sí, claro que me pasa algo. Fui elegido para prestar el servicio militar. En diciembre me convertiré en policía. Siento fastidio, rabia. Yo no puedo ser un policía. En mi mente canto el coro de la canción “Sucio policía” de Narcosis: “¡Sucio policía verde!”. Es un choque todo esto. Tengo el puesto en la universidad, muchas ganas de estudiar. De todo me imaginé menos tener que prestar servicio militar, la milicia me produce asco.
Después de este ataque repentino de rabia, reflexiono y caigo en la cuenta de que sería bueno viajar a Bogotá antes del año de encierro. Le pregunto a Carlos si él, Ana y Mauricio me pueden llevar y pactamos irnos una semana antes. Ellos quieren estar en el concierto, pero ninguno tiene la boleta. A mí, si me la regalan, voy. Lo que me interesa es viajar, así sea dos días, ya que en diciembre no tendré vacaciones. Además, era el primer concierto masivo que se haría en la capital del país y personas de todos los departamentos viajarían hasta allí para ser parte de ese momento único, histórico.
En un principio se realizarían dos conciertos, pero por problemas que tuvo la banda en Venezuela, relacionados con el intento de golpe de estado perpetrado por Hugo Chávez, los organizadores decidieron hacer un solo concierto en Bogotá el domingo 29 de noviembre. Sin embargo, ya se habían vendido las boletas para dos fechas. Quienes llegaran de primeros entraban, y quienes no, pues se quedaban por fuera. Llegamos temprano al estadio El Campín, había muchísima gente, todo el mundo estaba desesperado haciendo la fila. Nadie nos prestaba atención. Nadie estaba interesado en las artesanías que habíamos traído desde Medellín para vender y así pagar los gastos del viaje, la comida, la dormida y el transporte. Ellos eran artesanos de oficio y yo, en esos momentos, jugaba a serlo. Necesitábamos vender algo para poder desayunar.
Son las 3:00 p.m. y no hemos vendido nada. Seguimos en ayunas. Decidimos tender un plante en el separador de la vía, pero luego se acercan unos policías para revisarnos. Cuando ven unas pipas nos dicen que no las podemos vender, que eso se usa para consumir drogas. Les decimos que son decorativas y terminamos conversando. Hay paz en el ambiente.
6:00 p.m., comienza a agitarse el panorama de forma extraña. Al parecer van a abrir las puertas del Campín y la gente está ansiosa, se respira un aire tenso. En cuestión de segundos comienzan a escucharse gritos, varias personas comienzan a treparse por las columnas del estadio y los policías tratan de bajarlas a punta de palazos. La gente corre, va de un lado para otro, unos lloran por no poder entrar. Hay gritos, empujones y yo me siento mareado, llevo casi un día sin comer. Alguien me ofrece un trago de ron. Pasa un joven corriendo y otro lo persigue con un cuchillo que luego se lo clava en la espalda. Hay mucha gente, tengo mucho susto. Se escucha un estallido, acaba de caer a mis pies un gas lacrimógeno. Un olor y un sabor insoportable me invaden, lloro a chorros y pierdo el sentido. Pierdo también la memoria. Quedo en blanco.
El único recuerdo que conservo de semejante alboroto es que estoy al otro lado del puente peatonal, pasando el río. Tengo piedras en las manos, que luego se las lanzo a los policías. Grito, estoy lleno de rabia, lloro y toso. Toso, lloro y lanzo piedras. Los quiero matar a todos, el gas borró lo que hay de humano en mí y me convirtió en una bestia rabiosa. Todo se acumula: el hambre y la impotencia al saber que seré uno de ellos. Tanta rabia junta.
De repente, un grupo de policías bachilleres comienzan a lanzarnos piedras desde el puente. Son muchos. Recibimos una contundente lluvia de piedras. Cientos de personas nos lanzamos a correr lejos. Corremos a todo dar. Las piedras son grandes y buscan nuestras cabezas. En medio del pánico Ana se esconde debajo de un carro. Yo freno y les grito a Carlos y a Mauricio que paremos. Me agacho y le grito a Ana que nos vamos, pero ella está en pánico y a los gritos me dice que no. ¡Nos van a matar a pedradas!, le grito. Ella llora y yo siento un palazo en mi espalda. Volteo y tengo a más de 10 policías bachilleres golpeándome. Comienza el infierno. Están desesperados por pegarnos, cada uno nos quiere pegar las veces que más pueda. Yo trato de cubrirme pero es inútil. Los recuerdos son borrosos. Ellos tienen rabia, golpean con todas sus fuerzas. Son un enjambre de avispas. Ya lo predicaban los Gunners en su canción: “Bienvenidos a la jungla, esto se pondrá peor”.
Un golpe tras otro golpe en las piernas, en la espalda y en los brazos. Comenzamos a subir el puente peatonal de regreso al estadio. Todo el puente peatonal es una calle de honor con policías que nos golpean. Miro a Mauricio y a Carlos, que vienen detrás de mí. Yo entro en pánico al ver a Carlos llorar, es un hombre adulto, fuerte y verle el miedo en su rostro me espanta. Aparece frente a mí el policía de la tarde, el que nos dijo que no podíamos vender las pipas. Le pido auxilio y él se acerca con su bolillo mientras me dice en tono burlón, desafiante: “con que gritando muerte a los tombos” y luego me da un bolillazo en la espinilla. Grito del dolor. En la mitad del puente pienso en tirarme, no resisto más. Tengo el morral tapándome los genitales. Los policías me halan una bufanda que mi amigo Luis Alfonso me había prestado bajo estrictas peticiones de cuidados y devolución inmediata después del viaje. Logro arráncaselas con las manos y la tiro al río. Siguen los golpes.
Llegamos al final del puente y hay un policía alto e imponente con un uniforme diferente y de corbata, parece ser el jefe. Por orden suya nos meten en una patrulla de esas que tienen una pequeña celda atrás. A Ana no la dejan subir al carro, ella grita que no nos lleven. Comienza a llover y, como si fuera un acto de magia en medio de tanto caos, suena “November Rain”. En ese instante siento que es mí último día. Siento que todo es un sueño. Esto no puede estar sucediendo de verdad.
La patrulla comienza a andar, vamos en ella como 8 o 10 personas. Carlos está borracho y comienza a llorar como un bebé “Ana, Ana… ¡¿Dónde está Ana?!” grita desesperado. La patrulla se detiene, los policías descienden y nos iluminan los rostros, por las ventanas, con sus enceguecedoras linternas. Nos van a matar, pienso. Recuerdo La noche de los lápices. Nos van a desaparecer, nos van a dar un tiro en la nuca a cada uno. Abren la puerta y por fortuna no nos hacen nada, pero entran a dos indigentes que huelen terrible y que se pelean por un radio robado. Nunca entendí qué pasó. Llegamos a una estación de policía. Aun llueve, hace muchísimo frío y tengo un hambre espantosa. Nos meten a una habitación vacía. Me siento encima de mi morral de artesanías para que no me vayan a robar nada. Nos comienzan a llamar uno a uno. A lo lejos se escuchan gritos, como dando órdenes, y el rápido teclear de una máquina de escribir.
Cuando llega mi turno salgo de la habitación. Hay tres policías y dos más en un escritorio. Me revisan los documentos, uno de ellos comienza a escribir mis datos en la máquina de escribir. Me miran con desprecio, me hacen sentir un delincuente. Tengo la sensación de que lo que escriben es una hoja para trasladarme a alguna cárcel o algo así.
Luego me preguntan qué llevo en el morral. Les digo que artesanías y ellos dan la orden de que lo abra. Comienzo a sacar todo con calma para no dañar nada. Me dicen que voy muy lento y me lo arrebatan, tirando al suelo las pulseras, los collares, los aretes. No conformes con semejante humillación me dicen que me desnude. Mientras me quito la camisa, el pantalón y los zapatos pienso que me van a violar. Cuando termino me dicen que también debo quitarme la ropa interior. Tengo mucho miedo, hay cierto morbo en sus miradas. Los policías ordenan que me agache para ver si no tengo droga escondida. Me agacho y al comprobar que no llevo ninguna droga me dicen que me vista. Abren una puerta fuerte de hierro y me ponen del otro lado, donde hay un patio oscuro con varias celdas.
Me meten a una celda. Hay otra persona, pero no se ve casi nada. Escucho el persistente ruido de una llave de agua abierta. A los minutos llegan Carlos y Mauricio. Carlos se duerme y nosotros comenzamos a temblar del frio. El piso está mojado y yo me preguntó por qué está así si no hay un orificio por donde pueda entrar el agua. Es extraño. El calabozo mide, aproximadamente, dos metros cuadrados. Tiene dos placas de cemento helado que hacen la vez de silla. Nos sentamos frente a frente, dos en cada una. La otra persona que nos acompaña es un chico que vino desde Venezuela al concierto. Casi no habla, está en shock. Siento ganas de orinar ¿Dónde orino?, pregunto. El venezolano me dice “mire, todo esto que estamos pisando son orines, así que nos toca orinar acá”.
Cuando escucho estas palabras empiezo a sentir el olor a orín y nos damos cuenta que, en la esquina, al fondo, hay un pedazo de mierda. Todo comienza a oler a orín y a mierda. Tengo hambre, frío y asco. Busco el paño con el que envolví las artesanías y me arropo. Todo el cuerpo me duele. Tengo el pantalón pegado en la espinilla debido a la sangre seca. Siento que me tiré la vida, que me van a encarcelar por esto, que nunca podré ir a la universidad. Pienso también que voy a ser juzgado ¿Qué diré en mi casa si ni siquiera saben que estoy en Bogotá?
Comienza a amanecer, abren una rendija y nos dicen que tenemos derecho a hacer una llamada. No tenemos a quién llamar, respondemos los cuatro. Poco a poco empiezan a llegar los papás de las personas que están encerradas en las demás celdas, se escuchan conversaciones pero no se logra entender lo que dicen. Nosotros estamos en la celda del fondo y la gruesa puerta de hierro impide escuchar bien. Solo se oye el desesperante sonido de la llave abierta. No aguanto el hambre, estoy mareado y el olor a orín es cada vez más fuerte. Comenzamos a gritar, queremos que nos saquen. Al fin un policía abre la puerta y nos lleva a un patio en el que hay, más o menos, 15 indigentes. El policía comienza a burlarse de nosotros diciéndonos “a ver los rocky rockys, ¿muy bravitos tirándonos piedra anoche? Saber que vienen esos gringos es a quitarles la platica. A ver pues, ¿cuál era el bravito?”. Bajamos la cara, no tenemos nada qué responder.
De un momento a otro comienzan a repartir los calabozos. En uno solo ingresan a varios indigentes, no hay suficiente espacio para todos ellos. Donde a mí me toque una celda de esas no aguanto, ¿qué voy a hacer? Un policía se acerca a un tanque y saca una manguera, la que me ofuscó toda la noche, y con ella baña a la gente del calabozo. “¡Es inhumano lo que ustedes hacen, nosotros somos personas, no somos cosas!”, gritan desesperados los indigentes. “Ustedes son unos putos cochinos”, grita el victimario. Después del sorpresivo baño quedamos solo nosotros 4 y el policía nos dice que esperemos.
A los minutos regresa y nos dice: “váyanse que no quiero ver más gente acá aguantando hambre”. Sentí una alegría inmensa. Sentí que volví a la vida. Salimos casi corriendo y comenzamos a ofrecer las artesanías. Yo le decía a la gente, mire, cómpreme, deme lo que quiera que necesito desayunar. Con el dinero reunido pudimos comer algo y después nos fuimos a la Universidad Jorge Tadeo Lozano, donde habíamos estado toda la semana. Media hora más tarde llegó Ana, quien pasó toda la noche buscándonos por las estaciones de policía con unas personas que esa noche le ofrecieron llevarla en su carro después de verla llorar con desespero en plena calle.
Era lunes y el miércoles de esa misma semana se celebrarían los grados del colegio. ¿Cómo devolverme para Medellín? Tenía que salir ese mismo día. Trabajamos el día completo y con el dinero que pudimos reunir nos fuimos para la terminal. Después de hacer cuentas vemos que tenemos el dinero de un solo pasaje. Ningún bus quiere llevarnos a los cuatro por ese precio. Carlos, Mauricio y Ana, en un acto de hermandad, deciden darme el pasaje. Llego a mi casa el martes en la mañana de la supuesta finca en la que estaba paseando.
Miércoles en la noche, en el Teatro de la Universidad de Medellín, me premian como uno de los mejores bachilleres y me dan por premio un reloj despertador. Nadie sabe que mi espalda está llena de golpes. Nunca me interesó el colegio, el único premio era saber que no tendría que ir nunca más.
2 de diciembre. Ingreso a la Policía, ahora soy uno de ellos. Luego Pablo Escobar comenzará a matarnos y nos trasladarán al ejército pero, como dice Michael Ende, esa es una historia que deberá ser contada en otro lugar.
Noviembre de 2016, 24 años después: vuelve Guns N´ Roses, esta vez a Medellín. Cada vez que escucho el nombre de la banda un olor fuerte a orín llega a mi mente e imagino que la mierda que había en la esquina del calabozo es un policía.
A la memoria de Carlos.