El presidente ecuatoriano decidió finalmente disolver el Parlamento y convocar a elecciones anticipadas, ante el avance del juicio político en su contra. Se abre así un periodo de seis meses en el que el debilitado mandatario concentrará el poder mientras el país se encamina hacia las elecciones presidenciales y legislativas, en medio de una fuerte crisis política, social y de seguridad.
Para destituir al ex-banquero del Opus Dei y primer político afín a ideas liberal-libertarias en llegar al poder en Ecuador, el Congreso debía reunir 92 votos sobre 137. Pero el juicio político no pudo llegar a término. Su última sesión tuvo lugar el martes 16 de mayo con la presencia de Lasso en el Parlamento. Dados sus sucesivos desplantes a los llamados a control legislativo en el pasado, se especulaba que su abogado asumiría su defensa. Además de breve -ocupó 45 minutos de las tres horas que tenía asignadas-, la intervención presidencial solo abordó de modo superficial las acusaciones en su contra. Se centró más bien en atacar a sus interpelantes y en presentar una suerte de informe de gestión anticipado en el que retrató un país estable y próspero que, a excepción de las grandes elites, nadie reconoce. Pocas horas después, al amanecer del 17 de mayo, Lasso develó finalmente el enigma sobre su estrategia: decretó la disolución de la Asamblea, asumió poderes concentrados y llamó a elecciones generales en uso de la figura de la «muerte cruzada».
La muerte cruzada es un mecanismo constitucional que permite al presidente disolver la Asamblea Nacional -también puede ocurrir a la inversa- por obstruir el plan de gobierno, por arrogarse funciones que no le competen o por crisis política y conmoción interna (Art. 148). Al hacerlo, no obstante, debe convocar de inmediato a elecciones generales. Pero si la Asamblea cesa automáticamente en funciones, el jefe de Estado sobrevive sin contrapoderes y asume incluso facultades excepcionales -emitir decretos económicos de urgencia con un control blando de la Corte Constitucional- durante (al menos) medio año. Así, la etiqueta de «muerte cruzada» esconde el desbalance de poder entre Ejecutivo y Legislativo. El sesgo presidencialista de este mecanismo de corte más bien parlamentario, introducido en la Constitución de 2008 bajo Rafael Correa y hasta ahora nunca utilizado, es inocultable. De todos modos, la convocatoria a elecciones coloca al pueblo en posición de dirimir con su voto escenarios de entrampamiento político.
Juicio político y guerra sucia
En los últimos meses, los rumores sobre la extinción del Legislativo iban y venían. Lasso ya cerró 2022 con exiguos niveles de confianza ciudadana, en medio de la peor crisis social desde el feriado bancario de fines de siglo. A ello se sumó, en enero del nuevo año, una oleada de escándalos por corrupción, asociación con la denominada «mafia albanesa» y tráfico de influencias en su más cercano círculo político y familiar y, una estrepitosa derrota electoral en la Consulta Popular y las seccionales del 5 de febrero. El margen de maniobra del presidente en la arena institucional quedaba pulverizado. Al tiempo, perdía aliados, respeto y credibilidad. Las voces que pedían su renuncia, incluso en la derecha del arco político, crecían. Solo en su pequeño entorno y en los medios más fanáticos la muerte cruzada era vista como una boya de salvación para el gobierno.
En este contexto, el aval de la Corte Constitucional al pedido de juicio político al presidente expandió la ofensiva de la coalición opositora, liderada por RC, nítido vencedor de las elecciones de febrero. El relato oficial sobre el carácter golpista del proceso quedaba largamente en cuestión tras el pronunciamiento de la Corte, institución predilecta del anticorreísmo y de amplios segmentos de las elites. Lasso lucía en extrema soledad. Su mal estado de salud completa el cuadro. A mediados de abril, debió incluso suspender la reunión del Consejo de Seguridad Pública y del Estado (COSEPE), que había convocado tras una masacre de civiles en Esmeraldas a manos del narco, tras ser internado de emergencia en un hospital militar. No era la primera vez que desparecía de la escena pública justo en medio de una coyuntura crítica. En los albores del juicio, el país recibió la noticia del asesinato de Rubén Chérrez, personaje clave en las acusaciones contra el presidente como supuesto vínculo con la mafia albanesa, en su calidad de amigo de Danilo Carrera, mentor y cuñado de Lasso. El presidente no ha mencionado una sola palabra al respecto.
Mientras el juicio político tomaba impulso y disparaba un ejercicio de escrutinio público del conjunto de la acción gubernativa, los contados aliados del presidente en el Parlamento procuraban ralentizar el proceso y desprestigiarlo. Particularmente útil a tales fines fue el caso de una ex-asambleísta de Pachakutik que desde la presidencia de la Comisión de Régimen Económico había impulsado un informe que resaltaba los beneficios para Flopec del contrato con Amazonas Tankers. Paradójicamente, ella era una de las principales voceras legislativas de la acusación contra Lasso. El lobby petrolero también salpicaba la credibilidad del juicio. Aun así, no se detuvo y superó, etapa tras etapa, todos los filtros contemplados en el ordenamiento jurídico. Arrinconado, Lasso pasó a exhibir armas de precisión y encaró el conflicto de modo más pendenciero. Movilizó al menos tres recursos de modo simultáneo:
1. Para alinear y entusiasmar a los suyos, legalizó el libre porte de armas para civiles (1° de abril) y dispuso por decreto que los militares puedan entrar a combatir la «amenaza terrorista» (Resolución del COSEPE, 27 de abril). Esta, sin embargo, nunca ha sido definida con precisión. El contexto –y coartada– de ambas decisiones es el brutal azote de inseguridad que vive el país. Para el primer trimestre de 2023, ya se registra 66% de incremento en el número de muertes violentas en relación con el mismo periodo del año pasado. La liberación del porte de armas es una vieja aspiración de la derecha extrema y «libertaria». Lasso la había ofrecido en sus previas campañas presidenciales. Durante el Paro Nacional de junio de 2022, en los barrios acomodados que rodean la capital, pequeños grupos de hombres blancos dispararon contra manifestantes indígenas. Ese episodio reabrió el debate. Menos de un año después, la medida presidencial obligó a la derecha socialcristiana, ahora archirrival de Lasso, a alinearse en torno de él. Ganaderos, camaroneros y empresarios también celebraron la medida. Sucedería igual con el recurso a la militarización de la seguridad ciudadana y la «guerra contra el terrorismo». El uso de este lenguaje no era ajeno al gobierno y sus círculos cercanos. Se han referido con esos términos a la protesta social y, en especial, a Leonidas Iza, líder indígena de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). En medio del juicio y a días del decreto sobre terrorismo, el ex-presidente democristiano Oswaldo Hurtado -hasta hace poco asesor de Lasso- acusó directamente a la dirigencia indígena de terrorismo. En el levantamiento popular de junio de 2022, las elites ya vincularon a la Conaie con Correa y aludieron al financiamiento de sus acciones de protesta por el narcotráfico. No en vano organizaciones de derechos humanos y la Conaie rechazaron el decreto y alertaron de su potencial uso para acelerar la persecución y criminalizar la lucha social. Nunca antes se había decretado la intervención de las Fuerzas Armadas, codo a codo con la Policía, en el combate directo -incluso con «armas letales»- contra la inseguridad. Para algunos especialistas, se trata de un «Estado de excepción no declarado». Los ex-militares a cargo de las políticas de seguridad trataron de especificar la medida en torno de ciertos «grupos delictivos», para luego referir que se combatirán «acciones terroristas», sin mencionar quién decidirá qué casos ameritan tal etiqueta. Iza había sugerido meses atrás que si Lasso, «un presidente sin legitimidad», decretaba la muerte cruzada, convocaría a movilización general.
2. Un segundo recurso, quizás menos burdo, fue el intento oficialista de reenmarcar el juicio político como un problema de orden penal. Desde la Secretaría Jurídica de la Presidencia, desde ciertas curules y, en especial, desde un ejército de connotados penalistas, constitucionalistas o figuras públicas adeptas a retóricas jurídicas, se sostuvo que el juicio no procedía pues no se habían solventado con robustez todas las pruebas del caso para acusar al presidente. Su «voz experta» sonó al unísono en los grandes medios. Trataban de convencer a la opinión de que la Asamblea debía primero probar el peculado, como en un proceso penal, para luego proceder al enjuiciamiento. Le asignaban así al Parlamento competencias exclusivas del Poder Judicial e ignoraban el carácter estrictamente político del proceso. Por el contrario, la oposición insistió en que se estaba juzgando la responsabilidad política de Lasso frente a un caso de peculado. El Legislativo no puede asumir funciones judiciales -apenas puede recomendar, al término de la interpelación, que se investiguen penalmente las acciones objeto de acusación- y no requiere argumentar como si fuera una instancia de procesamiento penal (la Constitución solo exige que las conductas del enjuiciado, por acción u omisión, estén conectadas con un posible delito de los señalados en la Carta Magna; la responsabilidad política sobre un delito no obliga a la Asamblea a probar su existencia). Por lo demás, la norma es clara respecto a que el enjuiciamiento político no requiere de sentencia penal previa. En este marco, la defensa del presidente convocó, en calidad de «testigos expertos», a hasta diez especialistas jurídicos a la Comisión de Fiscalización para argumentar contra la viabilidad del procedimiento. Los convocados por la oposición se excusaron argumentando que, en esta instancia, su voz tenía el mismo valor de la de cualquier ciudadano. El dominio del discurso del derecho penal en la coyuntura estrechó la comprensión política del conflicto y quiso hundir el deber de control político de la Legislatura.
3. La tercera operación del gobierno intervino quirúrgicamente sobre la voluntad de parlamentarios ambivalentes. En Ecuador, el transfuguismo político es práctica habitual y transversal a las diversas tiendas políticas. Usualmente, este tipo de asambleístas se proclama «independiente» y abre sus oídos a las ofertas del poder de turno para intercambios puntuales o sostenidos. El mecanismo también opera a la inversa: las ofertas del Ejecutivo fabrican «independientes». Un gobierno en minoría tiene siempre mayor disposición a usar este recurso. Lasso ha sido pródigo al respecto. Así, tras el primer año de su gobierno (mayo de 2022), los «independientes» eran ya la segunda fuerza política (22 curules) después de RC (47) y por encima de PK (que pasó de 27 a 18 miembros en un año), del PSC (que vio disminuir su fuerza de 18 a 14) o de la ex-socialdemócrata Izquierda Democrática (ID), que se quedó con 10 escaños tras perder ocho representantes. Estos partidos, y en particular PK y el PSC, fueron el blanco predilecto de los operadores del oficialismo durante el juicio. El valor de sus votos cotizó alto. Un audio filtrado de una de las coordinadoras de Pachakutik evidenció las negociaciones entre el gobierno y una representante del que un día fuera el brazo electoral del movimiento indígena: «a mí no me van a venir a ofrecer de ‘pasa cafés’, a mí me dan un ministerio completo o nada». El escándalo en el espacio indígena fue grande. El gobierno conseguía no solo desgranar al bloque, sino que aceleraba las líneas de fragmentación del movimiento. En medio del juicio, tuvo lugar, de hecho, el décimo congreso nacional de Pachakutik para elegir autoridades (29 de abril). El desenvolvimiento del cónclave devino en asunto de interés nacional y fue particularmente monitoreado por el Ejecutivo. Según quien se impusiera, la bancada indígena votaría de una u otra forma en el juicio político. Aunque los cercanos al gobierno fueron derrotados -se impuso la línea de Iza-, la fuga de votos continuó. El martes 16 de mayo, 11 asambleístas electos por PK emitieron un comunicado en favor de Lasso. El espacio de los independientes se amplió además por el éxodo socialcristiano. Impotente, Jaime Nebot, el gran patrón del PSC, veía cómo se estrechaba su bancada y languidecía su partido, ya herido de gravedad tras las elecciones del 5 de febrero en las que el correísmo le arrebató Guayaquil, su histórico bastión electoral. Solo RC mantenía unidad ante la censura presidencial. Aun así, a días del cierre del juicio, los independientes seguían creciendo al ritmo de los anuncios gubernativos sobre recambios en las autoridades en entidades públicas claves. En la compraventa de votos, el presidente parecía salir airoso. El oficialismo hablaba de acuerdos programáticos.
Juicio burlado
La comparecencia de Lasso ante la Asamblea se dio el 16 de mayo. Su desinterés y falta de convicción para defenderse parecía sintonizar con la certeza de que la oposición no alcanzaría los 92 votos para destituirlo. ¿Para qué esforzarse en persuadir a una Legislatura entre hostil y gansteril, si las negociaciones e intercambios propiciados por su ministro de Gobierno habían prosperado? Su menosprecio a la interpelación -no escuchó a sus acusadores ni usó el derecho a réplica fijado en el procedimiento- dejaba ver la estrategia presidencial: más que esclarecer las dudas en torno de su persona o procurar resarcir su imagen, se trataba de cumplir con el procedimiento e ignorar a sus adversarios. La sociedad perdía la última ocasión de escuchar in extenso la palabra presidencial respecto de casos que ensucian su investidura y dañan la República, y a los que nunca el mandatario ha querido referirse de modo sustantivo. La rendición de cuentas, reducida a una formalidad de cascarón. Irónicamente, en un arrebato de trascendencia semanas atrás, Lasso insistió en que no decretaría la muerte cruzada pues temía pasar a las páginas de la historia como alguien que usaba esa figura para evitar el juicio político: «soy un demócrata, pongo el pecho a las balas».
A primera hora del miércoles 17 de mayo, no obstante, Lasso firmó el decreto 741 de muerte cruzada. Alegó «grave crisis política y conmoción interna», una de las tres causales fijadas en la Constitución para disolver la Asamblea. Una hora más tarde, a las 8:05 am, en cadena nacional, el alto mando de las Fuerzas Armadas y la Policía respaldaban la decisión presidencial. Antes de cualquier otro actor institucional, y de modo contrario a toda norma democrática, los militares reconocían la constitucionalidad del decreto e insinuaban, en tono amenazante, que no tolerarán expresiones de desorden social. Para entonces, la Asamblea Nacional y el Consejo Electoral estaban ya rodeados por la fuerza pública. Contrariando su palabra, Lasso activó el mecanismo de la muerte cruzada justo en los días en que el Legislativo se aprestaba a dirimir el juicio en su contra. A estas alturas, era evidente que su comparecencia en la Asamblea se inscribía en la pura lógica de la farsa, el (auto)engaño y el artificio legal. Fuera de sus estrechas bases de apoyo, nadie duda de que Lasso disolvió el Parlamento para burlar el proceso de control popular en su contra.
Queda para la investigación detectivesca saber si existían o no los votos para la destitución presidencial. Más allá del detalle, no obstante, incluso si sobrevivía al juicio, Lasso quedaba sin espacio de maniobra en las instituciones. Su influencia en la Asamblea se reducía a una pequeña bancada y aliados en extremo codiciosos. En las elecciones del 5 de febrero, por otra parte, el gobierno también perdió el control del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), órgano responsable de la selección de autoridades de las instituciones de control y de otras agencias estatales. El correísmo obtuvo la primera minoría ese órgano. La renovación de esas autoridades debía concretarse de inmediato, pues la mayoría está prorrogada o subrogada hace algunos años. El recién electo CPCCS se posesionó el 14 de mayo de 2023, en una de las últimas decisiones de la Asamblea disuelta. En tales condiciones, las autoridades que el Consejo pudiera seleccionar no tendrían quien las posesione, pues esa es una competencia exclusiva del Legislativo.
¿Ocaso político con concentración de poder?
Con la muerte cruzada, entonces, Lasso no solo eludió el juicio parlamentario, sino que desbarató el principal espacio de dominio político de sus adversarios y lograría preservar en la cabeza de varias instancias de control a figuras cercanas. Semejante reconcentración de poder es inversamente proporcional al ínfimo respaldo popular que detenta el presidente. Sin apoyos democráticos, Lasso debió recurrir a los factores de poder real para sostener su medida. En una entrevista con el Washington Post, señaló, en efecto, que antes de decretar la muerte cruzada se aseguró de contar con el sostén militar. El mismo 17 de mayo recibió también el aval de la embajada de Estados Unidos.
Semejante coalición hacía prever la postura de la Corte Constitucional ante las acciones de inconstitucionalidad colocadas por diversos actores políticos y sociales contra la muerte cruzada. Salvo RC -que mostró una desmedida euforia-, el bloque de oposición partidaria impugnó de inmediato el decreto. Su argumento recurrente concernía a la inexistencia de un estado de crisis política y conmoción interna que justificara el cierre de la Asamblea. Por su parte, en el corazón del razonamiento presidencial expuesto en el decreto 741, esa crisis es caracterizada por la permanente confrontación entre el Ejecutivo y el Legislativo, el «excesivo» número de juicios políticos (cinco) a ministros y secretarios de Estado, la negativa parlamentaria a aprobar los proyectos de ley del gobierno e incluso la activación del juicio político, entre otros aspectos. Todo aquello redundaría, según el decreto, en un bloqueo sistemático a las iniciativas presidenciales y en escenarios de incertidumbre de la política pública. Así dicho, cualquier gobierno sin mayoría podrá hacer del trabajo rutinario de su oposición una causal para disolver la Asamblea. La muerte cruzada ha sido activada para frenar el normal desenvolvimiento de las instituciones democráticas. Ni siquiera la emisión de su decreto generó indicios de conmoción.
Si, como se ha visto, el dispositivo de la muerte cruzada está fundado en un enorme desbalance de poder en favor del Ejecutivo, la decisión de la Corte Constitucional de no admitir ninguno de los seis pedidos de revisión del decreto -alegando que no le corresponde verificar si se configura o no crisis política y conmoción interna- termina por legitimar la discrecionalidad presidencial para definir qué puede considerarse como una coyuntura de grave crisis. Así, como acto de poder, la muerte cruzada queda fuera del control constitucional, mientras se debilita al extremo el rol fiscalizador de la Asamblea. A futuro, cualquier presidente podrá disolverla, casi al antojo, para evitar ser enjuiciado políticamente. De este modo, la Corte Constitucional surgida de las entrañas del anticorreísmo que comandó la transición institucional de 2018-2019 no solo perdió la ocasión para limitar el poderío presidencial del diseño constitucional vigente, sino que lo ha blindado a fuego frente al control democrático del Parlamento. Alargar la vida política de Lasso a cualquier costo -en nombre del miedo de las elites a un eventual retorno del correísmo- deja un peligroso saldo institucional, que habilita una enorme concentración de poder político en una sola persona.
Más allá de blindarse ante la justicia, ¿cómo dispondrá Lasso de semejante volumen de poder en los próximos meses? ¿Exhibirán los liberales las credenciales democráticas -que ellos dicen inexistentes en el populismo- para autocontenerse en el uso de sus poderes de excepción?
Las primeras señales devuelven la memoria al miniciclo transcurrido entre el levantamiento de octubre de 2019 y los espantosos meses de 2020 en los que el covid-19 no daba tregua a la sociedad. En esos meses, el bloque de poder hizo del confinamiento sanitario y el padecimiento colectivo el escenario propicio para acelerar las reformas estructurales pendientes tras el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). A la vez, con el trasfondo del paro plurinacional de 2019, arreció la persecución sobre RC, dirigentes indígenas y otros movimientos de oposición. La excepcionalidad de la pandemia habilitaba la «doctrina del shock» desde arriba. Arropados en los también excepcionales poderes que brinda la disolución de la Asamblea y la «guerra al terrorismo», diversos ministros ya han anunciado la aprobación de varias leyes económicas hasta hoy represadas. Todas están al servicio de las fuerzas del mercado: flexibilización laboral, creación de zonas francas, liberalización de la seguridad social y del sistema de pensiones, privatización de sectores estratégicos, entre otras. De igual forma, apenas se decretó la muerte cruzada, el nuevo CPCCS denunció amedrentamientos de la Fiscalía, brazo de hierro de las elites. El Consejo de la Judicatura fue allanado poco antes. El 18 de mayo, en una entrevista con la cadena CNN, Lasso deslizó que su decreto era para detener un «macabro plan» de retorno «de un ex-presidente», en obvia referencia a Correa, quien se encuentra en Bruselas.
Respecto de lo primero, queda en el foco de atención saber si la Corte Constitucional facilitará al gobierno que todas sus reformas pasen como decretos económicos urgentes o si pondrá por delante la garantía de derechos de las mayorías. En particular, debido a las amenazas militares, se debe precautelar el derecho a la protesta, único recurso democrático que queda a la sociedad para contrabalancear la omnipotencia del Ejecutivo. En cuanto a lo segundo, el gran interrogante es saber si en esa paradójica combinación de ocaso político y concentración de poder, Lasso permitirá que el proceso electoral fluya en los tiempos previstos y sin avasallamiento a sus opositores. El signo por excelencia del ciclo de radicalización de la derecha criolla (2015-2022) ha sido la negativa a reconocer la idoneidad democrática de sus adversarios. El foco de la cruzada antipopulista ha sido eliminar al correísmo de la arena electoral. Su participación en los comicios de 2021 solo fue posible tras eludir algunos intentos de interdicción impulsados desde diversas agencias estatales. Ahora que sus opciones electorales parecen mayores, nada anticipa una súbita disposición democrática de las elites. Los poderes en decadencia golpean más fuerte. Los meses que vienen pueden ser muy largos. La coyuntura demanda movilización cívica y vigilancia social para sostener el proceso electoral. La completa restauración democrática no puede postergarse.
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