“La paz podría traer elecciones, y las elecciones podrían traer el fin del poder”
A lo largo de la historia, los conflictos armados han sido utilizados no solo como respuesta a amenazas externas, sino como recurso interno para consolidar poder, acallar críticas, o incluso, postergar la democracia. En la actualidad, dos figuras emblemáticas de esta tensión entre guerra y política protagonizan una paradoja inquietante: Benjamin Netanyahu en Israel y Volodymyr Zelensky en Ucrania, dos líderes que, pese a encontrarse en contextos distintos, parecen tener algo en común: la paz les implicaría el riesgo de enfrentar elecciones, y por tanto, perder el poder.
Netanyahu: sobrevivir políticamente en medio del fuego
Israel atraviesa uno de los conflictos más graves y desgarradores de su historia reciente. La guerra en Gaza, desatada tras el brutal ataque de Hamas el 7 de octubre de 2023, ha generado una devastación humana y un debate internacional sin precedentes. Pero internamente, también ha servido como escudo para Benjamin Netanyahu.
Antes del conflicto, Netanyahu enfrentaba una creciente presión social, una crisis política prolongada y varios procesos judiciales por corrupción. Su liderazgo estaba desgastado, sus coaliciones eran frágiles, y las protestas masivas contra su reforma judicial lo dejaban al borde del colapso político. Pero la guerra reconfiguró el escenario: suspendió temporalmente las divisiones internas, fortaleció el discurso de seguridad nacional, y permitió aplazar cualquier discusión sobre elecciones anticipadas.
A medida que crece la presión internacional para un alto al fuego y se evidencian las consecuencias humanitarias del conflicto, también emerge una realidad incómoda: la guerra mantiene a Netanyahu en el centro del poder político, pese a que muchas encuestas internas indican que una elección hoy lo desfavorecería.
Zelensky: de símbolo de resistencia a gestor de incertidumbre
En Ucrania, Volodymyr Zelensky ha sido reconocido internacionalmente como el rostro de la resistencia frente a la invasión rusa. Su liderazgo en los primeros meses de guerra fue ampliamente respaldado, y su imagen se elevó como símbolo de la soberanía ucraniana. Sin embargo, al cumplirse más de dos años de conflicto, el escenario interno ha cambiado.
El estado de excepción vigente ha suspendido procesos electorales, incluyendo las presidenciales previstas para 2024. Zelensky alega que en tiempos de guerra no hay condiciones logísticas ni jurídicas para celebrarlas, y gran parte de la comunidad internacional comprende esa dificultad. No obstante, la postergación indefinida de la vida democrática no puede convertirse en una práctica estructural.
En los últimos meses, medios independientes, figuras opositoras y analistas ucranianos han empezado a denunciar falta de transparencia en la gestión del conflicto, concentración de poder en el Ejecutivo y dificultades para ejercer control institucional. Y aunque las críticas aún son tenues comparadas con la magnitud del drama bélico, dejan ver una tensión creciente: ¿qué pasará si el conflicto se prolonga indefinidamente sin procesos electorales?
Paz, elecciones y riesgo político
Tanto Netanyahu como Zelensky tienen razones reales para seguir en funciones. Ambos enfrentan amenazas externas, desafíos geoestratégicos y presiones de seguridad nacional. Pero también enfrentan una verdad política que no se puede ignorar: si el conflicto termina, no podrán evitar el llamado a elecciones. Y en ambos casos, las probabilidades de triunfo se han reducido significativamente.
Netanyahu sabe que la población israelí está profundamente dividida y que sectores crecientes lo responsabilizan por los errores de seguridad que permitieron el ataque de Hamas. Zelensky, por su parte, enfrenta el desgaste lógico de una guerra larga y cruenta, en la que la promesa de victoria se ha vuelto incierta y la economía está bajo enorme presión.
El dilema es claro: continuar la guerra permite posponer el juicio democrático. Lograr la paz, en cambio, implica abrir el camino a las urnas.
El valor democrático de saber retirarse
La democracia auténtica no se mide solo por la legalidad de las instituciones, sino por la voluntad de someterse periódicamente al veredicto del pueblo, incluso en circunstancias adversas. Gobernar en estado de excepción puede ser necesario en situaciones extremas, pero debe tener límites. Cuando el estado de guerra se convierte en el nuevo normal, la democracia corre el riesgo de fosilizarse.
La historia nos recuerda que no hay conflicto que justifique el autoritarismo prolongado, ni causa nacional que deba oponerse a la transparencia electoral. Incluso en tiempos difíciles, los verdaderos estadistas no se esconden de las urnas. Las enfrentan con humildad.
Tanto Netanyahu como Zelensky tienen hoy una responsabilidad histórica: no permitir que el temor a perder el poder se imponga sobre el deber de permitir al pueblo decidir su destino. La legitimidad no se hereda, ni se conserva con discursos. Se renueva. Y solo puede renovarse con elecciones libres, abiertas y sin condiciones impuestas por el miedo.
Porque en la política, el verdadero acto de valor no es prolongar el conflicto, sino dar paso a la paz, aun sabiendo que la democracia puede poner fin a un ciclo de poder.
Y tal vez por eso, la paz es lo más temido por quienes temen al juicio del pueblo.
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