Regresé de Australia en el 2012, viví en el desarrollo, experimenté la calidad de vida, el pleno empleo, la ausencia de guerra y de inseguridad, conocí personas que nunca han tenido que pensar en sobrevivir, no había pobreza extrema, ni moderada, ni de ninguna clase, en fin, era otro mundo. A pesar de todo esto, en mis planes nunca estuvo quedarme a vivir en Australia, mis raíces, mi arraigo y mis pasiones estaban en Colombia y por esto decidí regresar.
Por fortuna llegué con trabajo y tener empleo en Colombia es un privilegio, llegué a entidad pública. La verdad no tenía muchos referentes de este sector. Si bien me había desempeñado en temas públicos y de bienestar ciudadano, nunca había estado en las entrañas del poder político, nunca había estado en la función pública.
Alrededor de este mundo existen prejuicios de toda clase, se dice que los funcionarios públicos no trabajan, que son corruptos, que no honran su rol. Sin embargo, nunca entré pensando que era cierto, por lo general me doy a la tarea de hacer mi propio criterio.
Luego lo que se vino no pudo ser más esclarecedor y categórico. Me di cuenta desde mi propia piel que lo que decían era apenas un asomo de lo que se vive dentro. Admito que es mi versión personal, mi experiencia, mi propia verdad, habrá tantas versiones como servidores públicos.
Mi primera sensación y una de las que me acompañó casi siempre fue: qué cantidad de gente para hacer una tarea, me explico con un ejemplo, alguien escribe la carta, a nombre de otro que no está de acuerdo por lo general con lo que se escribe, entonces la vuelve a hacer (siempre me pregunté, ¿por qué no la hace quién la firma?), pasa un día mínimo y máximo los días que sean; luego una persona la introduce en un sistema tecnológico y si es del caso otra persona la lleva a un lugar físico. Esto es un ejemplo básico, pero así funciona el Estado, lo defino como una estructura letárgica, en la que tardan días los trámites y sin embargo en pocos meses o años se logran grandes transformaciones. Esto último suena contradictorio pero trataré de dar mi versión a lo largo del texto.
Entendí entonces qué significaba la burocracia y que no era exclusiva de los altos cargos políticos, estaba inmersa en cada rincón.
Luego me vi en medio de dos bandos, los buenos y los malos, como casi todos los bandos. Y ¿cómo es esto? pues sí, por primera vez no era yo, por primera vez perdí mi identidad y mi esencia. Nadie puede dimensionar lo duro que es haber trabajado incansablemente, haber estudiado y tener un nombre y unos sueños y de repente perderlo todo, para convertirte en una marca partidista, que te agrega amigos y enemigos.
Entendí que en el sector público no eres tú, eres un color y perteneces a un sector político, esto te resta identidad y te hace enemigo automático de quién no te conoce.
El poder siempre ha sido objeto de estudio y de cotidianas discusiones. Puedo decir que lo conocí, que lo viví, que lo respiré, que me hizo llorar, que me cuestionó, que me destruyó un par de veces. Pero no porque yo lo detentara, sino porque quienes lo hacen a veces parecen disfrutar ese episodio efímero que los enceguece y los hace olvidar quiénes son y para qué están allí.
Y ese poder que dan “los electores”, ese poder que da “la democracia” es quizá una de las pasiones humanas donde más hay que trabajar, es lo que requiere más transformaciones estructurales, porque no se entiende para qué el poder, porqué se pierde de vista que lo más vital es servir y no envestirse de un gran ego para disponer de lo que es de todos.
Aprendí que el poder da una investidura que magnifica el ego de quien lo detenta, lo hace perder de vista la misión y en su carrera por su futuro poder, es capaz de pasar por encima de la dignidad de los demás y de la suya propia.
Lo electoral no es lo político, sin lugar a dudas. Pero en el ejercicio gubernamental lo electoral se vuelve lo político y cada dos años el Gobierno se ve abocado a una guerra, a la más cruenta: la guerra de los votos. Y a eso se limita todo, a quien gana en el legislativo y en el ejecutivo y se entra en un juego del “Todo se vale”.
Todo esto hace parte del sistema gubernamental, no es casual, ni es responsabilidad absoluta de quien Gobierna. Los vicios que trae consigo el ejercicio del poder político en el ejecutivo, integran la cultura organizacional, hacen parte sustancial de la forma de ejercer la función pública, es un lenguaje institucional que supera cualquier intento por rebatirlo o transformarlo.
Aprendí que la forma como se ejerce la función pública en el Gobierno es un sistema, que lleva años y siglos refrendando vicios, maneras y enfoques.
Otro de mis grandes aprendizajes, muy mío, es que las grandes transformaciones de las que se vanaglorian los Gobiernos son hechas por externos. Esto puede sonar tremendamente duro, pero dentro de las entidades gubernamentales hay “ordenadores del gasto”, “interventores”, “supervisores” y “auditores”. Los ejecutores están afuera, son las ONG, las corporaciones, las Universidades, las instituciones que se meten en la piel de las transformaciones. Yo no cambio mi idea de que ejecutar debería ser el gran valor del Estado. Las ideas son muy importantes, los discursos también, pero la gente necesita verdades, la gente necesita esperanza, la gente necesita cambios.
Aprendí que la política muchas veces es como una guerra santa, terminamos matándonos por dioses que no conocemos.
Los cambios estructurales que requerimos como sociedad no están única y necesariamente en el ejecutivo, ni el legislativo. El poder transformador está en la ciudadanía, en las organizaciones sociales y populares y en cada individuo. Dejarle toda la responsabilidad a los gobiernos es, no sólo una posición muy cómoda, sino una pérdida absoluta del poder ciudadano..
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