Glorificando la ancestralidad

“Para la América republicana, los pueblos originarios fueron convertidos en pueblos de segunda clase: excluidos de la sociedad, condenados a habitar sus territorios casi en un exilio permanente, sin acceso a tecnología, sin acceso a servicios, sin acceso al intercambio voluntario de bienes; en vez de dignificarlos y hacerlos parte de la república, los hemos reducido a ser sinónimo de museo, de artesanías baratas, rituales con yagé y bailes en semáforos”.


El 12 de octubre de 1492, un almirante genovés arribó en tres carabelas a las costas de lo que llamó La Española y hoy es conocido como República Dominicana. De Colón se sabe realmente poco; mejor dicho, no hay mucha certeza de su vida antes de su viaje al Nuevo Mundo: no se sabe en realidad que fuera genovés, pues se dice también que era catalán o judío; tampoco hay mucha certeza de sus hazañas en el mar -que determinaron el contrato intuito persona celebrado con Sus Majestades Los Reyes Católicos-, pues era un más hábil político que probo navegante. En fin y por fin, de Colón tenemos una única certeza: era un bandido hasta para el estándar de su época. Cuando el susodicho pisó las costas del continente americano se encontró con la dura realidad de que los techos de las casas no eran chapados en oro y que, por el contrario, los indígenas vivían en condiciones de una pobreza extrema digna de ser salvada por la misericordia de los navegantes.

Los intereses de Colón y los del Reino de Castilla y Aragón eran éticamente incompatibles. Para Sus Majestades Los Reyes la intención del viaje era encontrar nuevas rutas comerciales para oriente y conquistar a su paso varios territorios en nombre de La Corona; en cambio, el interés de Colón -dicho por él mismo en su diario- era “andar muchas islas para hallar oro”; y ante la ausencia de grandes yacimientos de oro en la zona, comenzó a realizar la actividad comercial favorita de los portugueses de la época: traficar esclavos. Tan incompatible era esto con la corona, que Su Majestad Isabel I de Castilla solicitó a un grupo de juristas y teólogos que investigaran sobre la cuestión de la esclavitud de los indígenas de las nuevas tierras conquistadas; el grupo de sabios le manifestó que al ser estos nuevos territorios parte de Castilla y Aragón, no era lícito esclavizar a súbditos (hoy entendidos como ciudadanos) del reino, por lo que muy pronto en la etapa de conquista española en América se prohibió el comercio de esclavos de los nuevos territorios españoles, ya que eran considerados tan españoles como alguien de Segovia, Madrid o Jaén. A Colón le importó un carajo, buscó una triquiñuela legal y comerció esclavos indígenas por un tiempo, hasta que fue penalmente sancionado con el exilio.

Y aunque todo proceso de conquista es en sí mismo violento y refleja la superioridad de un grupo frente a otro, la intención de España no fue la segregación (contrario a la intención inglesa, portuguesa, holandesa y francesa), ni la explotación; la intención del Reino de España era tener un imperio rico, vasto y plural. La España conquistadora parece incompatible con el relato saqueador y destructor: pues no parece una actitud de saqueadores el llegar a establecer poblados para que los nativos siguieran viviendo su vida a su antojo y lentamente fueran pudieran a la convivencia común (se llamaron resguardos y, por ejemplo, es una figura vigente en la Colombia republicana); tampoco parece muy de saqueadores el establecer universidades, colegios y hospitales en las nuevas ciudades, donde podrían asistir cualesquiera persona del lugar; mucho menos parece de saqueadores el traducir los libros sagrados de los pueblos originarios, ni tener intérpretes y traductores regados por el Nuevo Mundo para comprender las lenguas de los indios.

Nos han hecho creer que cuando España llegó a América, esto era el paraíso terrenal; y no, por el contrario, un lugar selvático plagado de tribus caníbales, pueblos en guerra, hambre y caos. En la conquista de los grandes imperios americanos -a saber, incaico y azteca- los españoles se aliaron con pueblos locales que, a la fecha, continúan existiendo, pues su acción no tendía al exterminio; para el ejemplo, el pueblo maya vive y conserva su lengua; el pueblo Nutabe comandado por el cacique Garcama derrotó a los españoles, con quienes luego negociaron para asentarse pacíficamente en el Resguardo Indígena de San Pedro de Sabanalarga, desmantelado en 1830 por la República de la Nueva Granada; para derrotar a Atahualpa los españoles se aliaron con otros pueblos del Perú con quienes luego se mestizaron; y puedo poner muchos ejemplos adicionales de pueblos originarios que coexistieron con el Imperio hasta la llegada de los gobiernos republicanos, como el pueblo apache que fue exterminado por los Estadounidenses y los Mexicanos en el siglo XIX; o la conquista del desierto de Julio Argentino Roca que casi terminó con los habitantes originarios de la Pampa y la Patagonia. La pretensión de España, por el contrario, dicho por Felipe Guamán Poma de Ayala, quien fuese un cronista de ascendencia incaica, era que “andando tiempos, nos igualaremos y seremos unos en el mundo. Ya no habrá indio ni negro. Todos seremos españoles en el mismo hábito”.

Una vez tomado el poder en América por las ideas de la mal llamada ilustración francesa patrocinada por la masonería, los nuevos gobiernos republicanos vieron en los indios un lastre que primero quisieron exterminar y luego quisieron condenar al ostracismo y la miseria. Para la América republicana, los pueblos originarios fueron convertidos en pueblos de segunda clase: excluidos de la sociedad, condenados a habitar sus territorios casi en un exilio permanente, sin acceso a tecnología, sin acceso a servicios, sin acceso al intercambio voluntario de bienes; en vez de dignificarlos y hacerlos parte de la república, los hemos reducido a ser sinónimo de museo, de artesanías baratas, rituales con yagé y bailes en semáforos. Pocas personas se toman la tarea de ir a ofrecerles educación, de intercambiar con ellos su conocimiento y mostrarles que ellos también hacen parte de nuestro mundo, que son bienvenidos, que podemos vivir en comunidad y que, al fin de cuentas, nosotros somos un pueblo mestizo (tal como lo soñaron nuestros ancestros), por lo que también contamos en nuestra sangre con parte de su sangre, porque también contamos en nuestra alimentación con parte de su tradición, porque nuestra música también tiene cosas de la suya. Hasta el sol de hoy, nuestras raíces se entrecruzan a tal nivel que logramos incursionar en la dieta de todo el mundo el tomate y la papa. ¿Qué nos hace diferentes, más que el capricho político moderno de mantenernos segregados?  Apelo porque nuestros indígenas dejen de ser tratados como gente condenada a la obsolescencia; apelo al mestizaje, al intercambio de culturas y conocimientos; apelo por convertirlos, desde su deseo y libertad, en personas competentes para nuestro mundo y no en verlos más como sujetos que solo merecen nuestro pesar. Apelo por retomar los valores fundacionales de nuestra tierra: y que, andando el tiempo, no haya ni indio, ni negro, ni rom, ni mulato, etc., y que todos seamos colombianos con los mismos derechos y obligaciones.

Alejandro Ortiz Morales

Por pasión, soy músico, fehaciente lector, aspirante a Filósofo y hombre de familia. De profesión, soy abogado, especialista en finanzas, especialista en Derecho financiero y bursátil, y maestrando en administración financiera. He sido empleado y consultor en diversas empresas de los sectores financiero, energético y real.

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