70 años habría cumplido ayer Freddie Mercury, vocalista de la agrupación inglesa Queen.
No quería ser una estrella. Eso era para quienes se conformaban con brillar a media luz en un universo repleto de astros mediocres. Una estrella puede ser cualquiera, diría como si tuviera fuego entre los dientes. Él no estaba para pararse en cualquier pedestal, sino para ser una leyenda. Así como lo oye, señor, una leyenda.
Este muchacho tímido y dientón nació el 5 de septiembre de 1946 en la isla de Zanzíbar (Tanzania) con el exótico nombre de Farrokh Bulsara. Solo su madre, Bomi Bulsara, pudo escuchar el llanto de aquel niño que más adelante se comería al mundo. Pero de seguro fue ruidoso, fuerte, como si con cada lágrima dijera “aquí estoy, seré grande”.
De origen persa y religión zoroástrica, el pequeño Farrokh pasó su infancia en Zanzíbar, que para ese entonces era protectorado británico. Más adelante se fue a vivir a la ciudad de Bombay (India) debido a los compromisos laborales de su padre, quien trabajaba como tesorero en la Oficina Colonial Británica. Allí, mientras estudiaba en el St. Peter’s School, demostró su talento para la música y con el apoyo de sus padres empezó a tomar lecciones de piano.
Al cumplir los 18 años regresó a la isla que lo vio nacer, pero los ánimos independentistas estaban bastante caldeados y hacían más difícil la vida allí, por lo que tuvo que trasladarse con su familia a Londres, ciudad enorme y de cielo gris donde más adelante sacaría a relucir el don con que nació.
Continuó los estudios en la escuela politécnica de Isleworth y sus altas calificaciones lo hicieron merecedor de una beca en la Escuela de Arte Ealing de Londres, donde estudió Arte y Diseño Gráfico. Aunque en sus años mozos diseñó una línea de ropa y escribió unos cuantos artículos, lo suyo era cantar y sacudir los corazones de quienes le escucharan.
Farrokh no tenía cualquier voz, era tan portentosa que con solo entonar unas cuantas estrofas podía romper todas las ventanas del Palacio de Buckingham. Este “niño terrible” pudo ser cantante de ópera, pero decidió irse por el rock, esa música irreverente y sensual que seducía a los más jóvenes y escandalizaba a sus mojigatos padres.
Tras hacer parte de la agrupación Ibex, fue a parar a Smile, conformada por el guitarrista Brian May y el baterista Roger Taylor. Estaba a gusto con eso de rockear, pero el nombre de la banda no lo convencía en lo absoluto porque le hacía falta sex appeal, nada más y nada menos. Tras descartar varias opciones a Farrokh se le ocurrió uno que era mucho más provocador y que de paso les facilitaría su ingreso al Olimpo del rock: Queen.
Sonaba mejor, pese a las confusiones que generaba entre los machos alfa adeptos a la música hecha con guitarras distorsionadas. El locuaz vocalista era consciente de la connotación gay que tenía el nuevo nombre de la banda, pero poco le importaron los comentarios malintencionados. Queen llegaría hasta la Conchinchina, de eso estaba más que seguro, así como de que millones de personas le harían una venia a su sonora majestuosidad.
Tras el pomposo bautizo, Farrokh decidió llamarse de ahora en adelante Freddie Mercury por si a alguien le quedaban dudas de su flamante talento. La decisión no fue un delirio de grandeza, Freddie era bastante fuerte y el apellido, Mercury, daba a entender que él era un mensajero de los dioses, un cantante de voz angelical que provocaría más de un incendio.
Con el bajista John Deacon a bordo, en 1973 Queen se lanzó al ruedo con su exitoso primer álbum homónimo y empezó a escalar posiciones tanto en Inglaterra, como en Estados Unidos. Después vinieron los álbumes Queen II y Sheer Heart Attack, ambos publicados en 1974, hasta que la consagración de la primavera llegó al año siguiente con su glorioso A Night At The Opera, del que se desprende el memorable himno “Bohemian Rhapsody”.
La reina ya tenía su corona y se ganó un lugar entre fanáticos y críticos por combinar con frenesí la rudeza del heavy metal con la elegancia del glam rock. Y si bien los integrantes de Queen aportaban su energía para que la banda brillara como un enorme diamante, todas las luminarias apuntaban a la figura de Freddie Mercury, quien cada vez que cantaba desataba la locura universal, el mágico delirio, la pasión absoluta.
Semejante vozarrón fue una bendición de la naturaleza, ya que según los más entendidos era superior al del resto de cantantes. A pesar de que era barítono las cuerdas vocales de Mercury se movían mucho más rápido y esto no sólo le permitía cantar como un tenor, sino también alcanzar un registro que superara cualquier límite sonoro. “Bohemian Rhapsody” es la prueba más fehaciente de ello, al principio la voz de Mercury parece un susurro, pero luego sube a niveles exorbitantes que dan la sensación de que está en pleno nirvana.
Ni qué decir de la muy célebre “We Will Rock You”, Mercury parece un guerrero que blande su espada antes de iniciar una batalla por la gloria, y mientras canta, ¡Por Dios!, es inevitable acompañarlo con las palmas y sentir que la sangre hierve como el aceite.
Además de tan gloriosa voz, Mercury tenía un carisma arrollador que ni el más distraído de los distraídos podía ignorar. En el escenario era imponente, se movía con arrojo y hacía al público participe de sus locuras, como salir con una trusa ajedrezada que dejaba al descubierto su pecho o cantar en los hombros de Darth Vader, el querido villano de La guerra de las galaxias.
Todo esto lo hizo merecedor de elogios, pero también lo puso en el ojo público y muchos querían enterarse de los excesos que cometía el llameante cantante cuando no estaba al frente de un micrófono. Libre y hedonista, Mercury nunca se avergonzó de su homosexualidad, aunque al principio procuró cubrirla con un manto para que nadie la notara. Pero fue inútil, al fin y al cabo no tenía que rendirle cuentas a ningún mortal y él no dejaría su autenticidad para congraciarse con una sociedad hipócrita.
Amores tuvo todos lo que quiso, aunque eran pasajeros y para nada eternos. Su corazón, sin embargo, siempre lo hizo latir una bella rubia londinense llamada Mary Austin, con quien vivió seis años y que pese al rompimiento de su relación la mantuvo como el tesoro más preciado.
La vida privada, agitada y rimbombante, nunca se interpuso con su carrera artística. Queen se fue de gira por varios países y llenaba estadios más que un mundial de fútbol. Mercury, con su peculiar bigote y ropa de cuero ajustada, se convirtió en un showman merecedor de los elogios más fervorosos.
Los años 80 llegaron sin muchos logros para él y Queen. El álbum Hot Space, publicado en 1983, tuvo una baja calificación y Mercury se fue a Nueva York para darse un respiro. Allí se dedicó al placer, pero también supo de una extraña enfermedad que destruía al sistema inmune y en menos de un parpadeo se llevaba a la tumba a varios jóvenes, homosexuales en su mayoría.
De vuelta a Inglaterra en el 84, el éxito volvió a sonreírle con The Works, disco conformado por poderosas canciones como “It’s a Hard Life”, “Hammer to Fal”l y “I Want to Break Free”, cuyo vídeo a más de uno le arrancó una sonrisa debido a que Mercury, ataviado con una minifalda de cuero negro, una blusa rosa, aretes y una despampanante peluca, aparecía aspirando una típica casa inglesa habitada por tres mujeres solteronas, que no eran más que sus compañeros de banda disfrazados.
Las ventas del disco fueron buenas, pero el ambiente al interior de Queen no era el mejor. Mercury decidió probar suerte como solista y grabó Mr. Bad Guy, su primer disco en solitario del que apenas se vendieron 130.000 copias. Pese a estos tropiezos su luminosa aura no se había apagado y en 1985, cuando Queen se presentó en el multitudinario concierto Live Aid, convocado por el cantante Bob Geldof en contra de la hambruna en Etiopía, fue el frenesí total.
La banda regresó al estudio para grabar A Kind of Magic y en el 86 hizo su mítico concierto en Knebworth Park. Con lo que no contaron muchos de los presentes es que esa sería la última aparición de Mercury en los escenarios, ya que en el 87 le confirmaron que era portador de SIDA, la temible enfermedad de la que tuvo noticias durante su corta estadía en La Gran Manzana.
El forzoso retiro no fue una excusa para que Mercury dejara de crear. Compuso algunos sencillos exitosos como “The pretender” y junto a la cantante lírica Montserrat Caballé grabó Barcelona, su segundo álbum solista. El SIDA avanzaba, pero las pocas fuerzas que le quedaban alcanzaron para grabar Innuendo, décimo cuarto álbum de Queen.
Presentado en 1991, Innuendo obtuvo favorables reseñas en los diarios y las revistas especializadas debido a que con este disco la banda volvió a sus raíces más heavy y progresivas. Además, las doce canciones que lo conforman son introspectivas y están cargadas de una conmovedora reflexión sobre la vida y el camino recorrido. En “The Show Must Go On”, por ejemplo, un reflexivo Freddie Mercury canta estas desgarradoras estrofas:
Dentro de mí el corazón se rompe,
mi maquillaje puede estar estropeado
pero mi sonrisa aún sigue ahí.
La salud del cantante empeoraba y en las escasas apariciones que hizo ante la prensa lucía sin bigote, pálido, delegado, cansado y triste. El guerrero de antaño no se resignaba a terminar la batalla así no más, pero sabía que en cualquier momento la muerte lo llamaría a su silencioso encuentro.
Luego de grabar algunas pistas del que sería su álbum póstumo, Made in Heaven, el 5 de septiembre de 1991 Mercury paró su tratamiento y dos meses después, el 23 de noviembre, admitió públicamente que tenía SIDA al revelarle al mundo estas palabras:
–He procurado mantener oculta esta situación para proteger mi vida privada y la de quienes me rodean, pero ha llegado el momento de que mis amigos y fans de todo el mundo conozcan la verdad, y espero que todos se unan a mí, a mis médicos y a todos cuantos luchan por combatir esta terrible enfermedad, para luchar contra ella.
Aquel día lo aquejaron dolores intensos que solo pudieron ser calmados con altas dosis de morfina. A la mañana siguiente, y en total inconsciencia, fue visitado por dos amigos entrañables, Elton John y Dave Clark, y horas después moriría en los brazos de su novio, Jimm Hutton. Tenía 45 años.
Tras su deceso las reacciones de pesar no se hicieron esperar. Miles de fanáticos se dirigieron a su casa a las afueras de Londres para dejar ofrendas florares y expresarle sus más sinceros agradecimientos por estremecer al mundo con su legendaria voz.
Los años han pasado y aunque Freddie Mercury ya no esté entre nosotros, de cuerpo presente y exhibiendo su glamurosa aura, sigue siendo ese hombre provocador, vanguardista y auténtico que convirtió al rock en una caricia aterciopelada que puede derrumbar una pared de piedra. Sus canciones son prueba de que la inmortalidad existe y siempre habrá alguien que las cante a cualquier hora y en el lugar menos imaginado. El tiempo, por fortuna, le dio la razón a ese muchacho tímido y dientón que no se conformó con ser una estrella y hoy, donde quiera que esté, puede decir que es una leyenda.