“Si Dios regresara hoy, encontraría una institución muy distinta a la que se formó en los orígenes del cristianismo. Algunos convirtieron a la Iglesia en un espacio para satisfacer sus pasiones personales”
Al cumplirse ya un mes de la muerte del papa Francisco, Jorge Bergoglio, su legado como Santo Padre puede considerarse como uno de los más importantes para la Iglesia Católica en los últimos años. No quiero decir que los anteriores no hayan sido buenos; por el contrario, Francisco sentó muchos precedentes. Se olvidó de los lujos y los hizo a un lado.
Llegó con unas ideas claras: el verdadero espíritu de Dios no es proteger doctrinas ni procedimientos eclesiásticos. Si Dios regresara hoy, encontraría una institución muy distinta a la que se formó en los orígenes del cristianismo. Algunos convirtieron a la Iglesia en un espacio para satisfacer sus pasiones personales.
Francisco sabía lo que le esperaba: reconstruir la Iglesia Católica con un compromiso profundo hacia los más pobres. Hablaba de aceptación y de amor. Ponía las necesidades de las personas por encima de las normas. En el fondo, ese fue el mensaje de Jesucristo cuando vino al mundo: no vino a imponer reglas ni a construir teologías, sino a traer un mensaje de amor e inclusión para todos: adúlteros, ladrones, fariseos, romanos… nadie quedaba por fuera.
Transformó una Iglesia llena de opulencia, donde primaban el dinero y los lujos de sacerdotes, cardenales y demás integrantes de las altas esferas. Una Iglesia donde imperaba el olvido hacia los pobres, donde la pobreza era vista como algo común. Francisco, por el contrario, se convirtió en un hombre que rechazaba la ostentación y prefería una visión de vida más cercana a los más necesitados. Transformó la Iglesia en una institución de puertas abiertas para todos. Rompió con los imperativos que hacían creer que no todos, por su color de piel o su orientación sexual, eran bienvenidos en ella.
Francisco recordaba a sus fieles, seguidores y apostolados que todos son hijos de Dios, y que todos, sin importar quiénes sean, son bienvenidos en la casa del Señor. Admiraba a los diferentes apostolados que recorrían el mundo llevando educación, colegios, orfanatos y demás instituciones de la Iglesia, cuyo objetivo era resolver y atender las necesidades de los hijos de Dios más vulnerables.
Una de sus tantas banderas fue la paz mundial. Invitaba a las naciones a dialogar, pues sin diálogo no habría paz. Llamaba a dejar los ataques, a detener la destrucción del otro, a hacer una pausa y conversar. También enseñó que el único momento lícito para mirar a una persona de arriba abajo es para ayudarla a levantarse.
Invitó a los jóvenes a no ser aburridos; los animó a moverse, a hacer lío, y les dijo que, si se equivocaban, no importaba: mala suerte, sigan adelante. “¡No sean jóvenes aburridos!”, repetía con fuerza. Su papado tuvo como uno de sus grandes objetivos acercar a los jóvenes a la Iglesia, devolverles la esperanza y hacerlos sentir parte activa del Evangelio.
Jorge Bergoglio será recordado como él mismo quiso: como “un buen tipo, que hizo lo que pudo, no fue tan malo”. Pero la historia lo recordará como mucho más: como el Papa que desafió las estructuras más rígidas de la Iglesia, que prefirió los caminos del amor sobre los de la condena, que predicó con el ejemplo, con la sencillez de sus gestos y la profundidad de su corazón. Francisco nos recordó que la Iglesia debe ser generosa en amor, especialmente con los pobres, y que no puede convertirse en el reflejo de los deseos, ambiciones o pasiones de unos pocos. Advirtió que no puede dejarse infiltrar por intereses mezquinos, ni por quienes ven en ella una institución de poder antes que un refugio de misericordia. Dijo alguna vez que el verdadero pastor debe oler a oveja, y él olió siempre a pueblo, a calle, a dolor humano, a compasión. Nos enseñó que el Evangelio no se predica desde el oro de los altares, sino desde el barro de las periferias. Con su humildad desarmó prejuicios, enfrentó al clericalismo, denunció la corrupción y abrazó al diferente. Su fuerza no estuvo en la blancura de su sotana ni en los anillos del poder, sino en sus zapatos negros gastados por el camino y, sobre todo, en su corazón. Francisco, más que un pontífice, fue un testigo del amor de Dios hecho humanidad.
Comiencen la misión, y los medios vendrán. Ese fue su llamado. Y ahora, le corresponde al mundo seguir su ejemplo.
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