«En torno a El testigo de Chucho Abad Colorado»
Damián Pachón Soto.
dpachons@uis.edu.co
“El estar monótonamente sentado frente a la televisión anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma”, sostuvo el gran escritor argentino Ernesto Sábato en su melancólico libro La resistencia, uno de sus últimos textos. En esta nota conecto esta reflexión con el documental El testigo de Jesús Abad Colorado.
Que la televisión anestesie la sensibilidad, que la paralice, la inhiba, puede resultar obvio si tenemos en cuenta que la exposición excesiva a la misma o a las tecnologías digitales, especialmente, al consumo de imágenes en las redes sociales, implica un empobrecimiento de la experiencia, al igual que un sobre uso de algunos sentidos en desmedro de otros. Por ejemplo, en estos casos se da prelación a la vista y al oído, mientras que el tacto, el gusto y el olfato son relegados. Y, de todas formas, el uso del oído y la vista se torna unilateral, mecánico, condicionado.
Si la sensibilidad es pasiva y tiene que ver con la capacidad de ser afectado, tal como pensó la filosofía tradicional- con excepción de Marx- el cúmulo de experiencias que recibe el sujeto del medio, del otro, de la naturaleza, se transforma cuantitativa y cualitativamente. En estos casos, como ya sabía la Escuela de Frankfurt, la percepción termina siendo condicionada por el medio social, por la técnica, quedando una gran parte de la realidad excluida y al margen de esa experiencia. Es una especie de lamentable renuncia a la rica diversidad y belleza del mundo.
Pero la frase de Sábato también permite otra interpretación y tiene que ver con la incapacidad de sentir empatía con los demás, con el otro, con lo que nos rodea. Como en las redes y en la televisión todo es exceso, abultamiento, hipérbole, circulación vertiginosa de información, de datos, imágenes, etc., el volumen de contenidos terminan anestesiando los afectos, los sentimientos; la capacidad de sentir solidaridad, compasión, empatía con los demás. El exceso, la sobre-exposición paralizan la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Es lo que sucede con el exceso de violencia, maltrato, injusticia; con la explotación mediática de la guerra, con el amarillismo que expone morbosamente la vida íntima del otro para el disfrute masivo. Es, también, la sobre-explotación de la desgracia ajena. Esta sobreabundancia nos deshumaniza, “perjudica el alma”.
Vivimos en la sociedad del espectáculo y “de la eyaculación precoz” como decía el filósofo francés Jean Baudrillard. Es la sociedad velocíferina, para usar la expresión creada por Goethe que juntaba lucifer y velocidad en una sola palabra. En ella no hay espacio para la calma, el silencio, la meditación, la reflexión y el sosiego. Cuando esto sucede, la conciencia se sobrecarga, se torna incapaz de procesar la información, de laborar sobre ella. En la sociedad del frenesí no hay espacio, tampoco, para la atención, pues la conciencia es interpelada constantemente, es superada y abrumada por el exceso. Y sin atención no hay concentración psíquica sobre las cosas. La consecuencia: ingresamos a la era del postpensamiento, de la sociedad mayormente visual. En esta sociedad, la reflexión (lo que Hegel llamaba “el esfuerzo del concepto”) tiende a tonarse superflua, pues las soluciones técnicas mecanizadas ofrecen ya las respuestas mínimas para sobrevivir, con lo cual se puede prescindir del pensar.
En la sociedad pomposamente trivial, en la del homo videns u hombre teledirigido para recordar aquí a Giovanni Sartori, se atrofia la capacidad de pensar. Dice Sartori: “el mundo en imágenes que nos ofrece el video-ver desactiva la capacidad de abstracción, y con ella, la capacidad de comprender los problemas y afrontarlos racionalmente”. Ciertas tecnologías digitales, también, favorecen la movilización de las pasiones en desmedro del juicio mesurado, imponen la inmediatez del sentido, reducen los conceptos a una imagen, etc., con lo cual triunfa el espectáculo.
El resultado de todo esto es la costumbre, el amodorramiento de la conciencia, del sentir, y el acomodamiento a lo que pasa, a lo que se nos impone. Este hacer “lerda la mente”, como dice Sábato, bloquea nuestra capacidad de asombrarnos y dolernos por el otro. Es lo que ha sucedido en la sociedad colombiana: hemos visto- también vivido- la historia de los últimos 60 años en la televisión y en la prensa que ya nada nos escandaliza…nos hemos vuelto inmunes al sufrimiento de los condenados de la tierra y de la sociedad. Es como si “del mundo, tal y como es, nadie puede aterrarse suficientemente”, como dijo Theodor Adorno. Y si no nos aterramos, si perdimos esa capacidad, nos quedamos pasmados, el mundo y los hechos nos pasan, nos atraviesan.
Esa costumbre a la violencia, a la guerra, a la barbarie, a la injusticia, a la desigualdad, a el dolor y a el sufrimiento del otro, desemboca en la indiferencia, la resignación, el derrotismo, el conformismo. La indiferencia es, justamente, aislamiento, desconexión y ausencia de lazos, de compromiso. En ella somos sujetos pasivos de la historia y entes librados al azar o a la necesidad, sin ningún control o posibilidad de incidir en la sociedad en que vivimos. La indiferencia es la renuncia a usar la libertad que nos permite incidir de manera práxica en la circunstancia. Es la renuncia, también, a luchar por mayores grados de libertad social. Bien lo dijo Albert Camus: “la libertad no es un regalo que nos dé un Estado o un jefe, sino un bien que se conquista todos los días, con el esfuerzo de cada individuo y la unión de todos ellos.
Hay que decir que esta denuncia no opera de manera generalizada. Hay contenidos audiovisuales como el maravilloso documental El testigo de Chucho Abad Colorado, que nos devuelve la esperanza, que nos sintoniza de nuevo con esa forma de vivir, posibilidad de toda convivencia que es la paz. El documental mueve las fibras del corazón, nos traslada a los campos, a las regiones, a las vidas de estas gentes sencillas de Colombia que son los que más han sufrido el conflicto armado interno, insensatamente negado por el mediocre gobierno de turno.
Chucho logra que hagamos propia la pesadumbre- eso que pesa en el cuerpo y en el alma- de las víctimas, que padezcamos con ellos (compasión) los horrores de la guerra. El documentalista es plenamente consciente de que el espectáculo atenta contra la memoria, y por ello la recoge, la acoge y nos recuerda que la memoria es lo que resiste al tiempo, a la sociedad velociferina, y a sus enormes poderes de destrucción y olvido. De esta manera, la memoria, los testimonios, se convierten en pivotes de la sed de justicia, y de la necesidad de la verdad, precondiciones para la reconciliación de la sociedad colombiana.
El testigo es un valioso documental que nos devuelve esa sensibilidad perdida frente a la naturalización de la guerra en Colombia. Es un documento que debe convertirse en pieza fundamental para concientizar a la sociedad urbana, la misma que se ha anestesiado frente al dolor de campesinos, negros e indígenas desplazados, desaparecidos, torturados, asesinados en esta república indolente. Por último, es un documental que debe llevar a la reflexión a todos aquellos que movilizan el rencor, el odio, la venganza y la guerra en el país, para quizás lograr que renuncien a la mezquindad y que abracen de una vez por todas esa forma superior de convivencia que es la paz.