«Esto nos lleva a pensar, irremisiblemente, si el desarrollo económico, ese sueño tan anhelado por las democracias neoliberales, debe ser el logro primordial de las sociedades modernas»
La concepción de felicidad que ha perdurado durante siglos en el mundo occidental se ha fundamentado primordialmente en un precepto económico: a mayor riqueza, mayor felicidad. Esta forma de ver la vida, para fortuna nuestra, ha venido desplazándose rápidamente. Las nuevas generaciones comprenden cada vez mejor que un seguimiento inapelable a las reglas del sistema no es un buen negocio. Por esta razón, los millennials, aquellos prohijados por el siglo XXI, son capaces de enfrentar el peso de la realidad bajo otros principios y valores: se abstienen de las hipotecas, viajan por el mundo sin rumbo fijo, o renuncian fácilmente a sus trabajos; en últimas, viven bajo la consigna de que nada dura para siempre y, precisamente por ello, direccionan sus vidas hacia nuevas experiencias. Sin embargo, la sola voluntad de las nuevas generaciones y los aprendizajes que podamos obtener de ellas, no son suficientes para conducir a las sociedades modernas a estadios más benévolos.
La idea de que el Estado pueda y deba participar en la consecución de la felicidad de sus ciudadanos no es un pensamiento novedoso. Los federalistas norteamericanos del siglo XVIII, especialmente los primeros gobernantes de los Estados Unidos ya habían promulgado algunas consideraciones al respecto. John Adams, por ejemplo, propuso que la felicidad de la sociedad debía ser el objetivo central del naciente Estado norteamericano, tal como la felicidad individual era el objetivo del hombre. Por su parte, James Madison llegó a afirmar que dicho precepto fue uno de los propósitos fundamentales por los cuales se había instaurado el gobierno federal, hecho que ratificó el propio Jefferson cuando afirmó que «el cuidado de la vida humana y la felicidad era el primer y único objetivo del buen gobierno».
En la actualidad, los Estados de bienestar contemporáneos han entendido que la sola satisfacción de las necesidades básicas no puede representar el único derrotero institucional. Por el contrario, han comenzado a indagar seriamente sobre aquellos factores que inciden en la maximización de la felicidad de sus habitantes, encontrando resultados sorprendentes. Un ejemplo de ello es la llamada «paradoja de Easterlin». Esta teoría económica (que por cierto no es tan novedosa) afirma que la relación entre el nivel de ingreso de una sociedad y su nivel de felicidad no siempre es directamente proporcional. En otras palabras, que el desarrollo económico de un país tiene un impacto mínimo en el bienestar social de sus habitantes. Esto nos lleva a pensar, irremisiblemente, si el desarrollo económico, ese sueño tan anhelado por las democracias neoliberales, debe ser el logro primordial de las sociedades modernas.
Bután, una pequeña nación al sur de Asia ubicada en la cordillera del Himalaya, tal vez nos pueda brindar una respuesta. Desde 1972 este país decidió apartarse de los paradigmas económicos tradicionales y decidió utilizar la felicidad como indicador principal del progreso. Resultado de ello, fue la implementación del Índice de Felicidad Interna Bruta (FIB), indicador que mide aspectos económicos y sociales como la salud y la educación, pero que incluye a su vez aspectos más innovadores como la diversidad cultural, la resiliencia, el buen gobierno, la vitalidad de la comunidad, o la diversidad ecológica. Esta iniciativa ha permitido que otras naciones del mundo desarrollen índices de felicidad como alternativa a las medidas económicas clásicas (PIB, PIN, PNN, PNB, etc.) que además de no capturar aspectos emocionales de los habitantes es una fórmula imperfecta para medir el bienestar económico.
En Colombia, el panorama, si bien es apenas incipiente, resulta esperanzador. En el año 2016 el Departamento Nacional de Planeación reveló los resultados del primer diagnóstico para la felicidad en el país provenientes de una encuesta realizada a más de 9500 personas. Esta decisión refleja el compromiso de las instituciones estatales por desarrollar políticas públicas que mejoren la calidad de vida de los colombianos y, en definitiva, que incentiven su bienestar subjetivo y su satisfacción de vida. En términos generales, evidencia que la felicidad no solo es un derecho que tiene la sociedad en su conjunto, sino también, una obligación a cargo del Estado. De seguir esta iniciativa se podrían obtener grandes beneficios, especialmente políticos, pues para una democracia sería extremadamente contraproducente si a pesar de la garantía estatal de un mínimo vital (al menos en teoría) la mayoría de sus habitantes no fueran felices. Más contraproducente aún sería para Colombia, si teniendo en cuenta las coyunturas actuales, la paz y la felicidad siguieran caminos diferentes.