Fallout: cuando adaptarse es lo único que queda

Aaron Moten

En el desierto radiactivo de Fallout, la supervivencia no es heroica. Es humana, desesperada y profundamente honesta sobre lo que somos capaces de hacer cuando no queda nada más. Confieso que me acerqué a Fallout con cautela. Una serie basada en un videojuego no suele ser mi primera elección, pero había algo en esa primera temporada que me atrapó más allá de la estética post-apocalíptica. No fueron las criaturas mutantes ni la tecnología retrofuturista. Fue algo más sencillo, fue la honestidad con la que retrata nuestra capacidad de adaptación.

Y es que Fallout no es solo una historia sobre el fin del mundo. Es un espejo de cómo los seres humanos, cuando todo se derrumba, encontramos maneras —a veces terribles, a veces conmovedoras— de seguir adelante. Lucy, con su optimismo de refugio que se estrella contra la realidad del desierto. El Ghoul, que ha vivido tanto que ya no recuerda qué significa ser humano. Maximus, atrapado entre lo que cree correcto y lo que necesita para sobrevivir. Cada uno adaptándose, cada uno creyendo tener la razón.

¿Cuántas veces nuestras decisiones nos han llevado exactamente al lugar equivocado?

Me pregunto si no es eso lo que mejor captura la serie, esa terquedad humana de aferrarnos a nuestras creencias, incluso cuando el mundo nos grita que estamos equivocados. Los habitantes de los refugios, convencidos de su superioridad moral. La Hermandad del Acero, obsesionada con preservar tecnología mientras ignora a las personas. Todos construyendo sistemas de creencias que justifican sus decisiones, por más crueles que sean. ¿No hacemos lo mismo nosotros, aunque el mundo no se haya acabado?

Ahora que llega la segunda temporada este diciembre, con la promesa de New Vegas y sus propias reglas de supervivencia, vuelvo a pensar en esa capacidad humana, la de adaptarse a cualquier circunstancia, por más absurda o violenta que sea. Porque en el fondo, Fallout nos recuerda algo incómodo. No somos tan diferentes de esos supervivientes del desierto, yo mismo soy uno de ellos, desde el rincón del desierto de México, donde vivo, he aprendido, a adaptarme a sistemas rotos, a injusticias normalizadas, a violencias cotidianas que ya ni cuestionamos.

Lo más inquietante de la serie no es el apocalipsis nuclear. Es descubrir que la humanidad sobrevive no a pesar de su capacidad de adaptación, sino precisamente por ella. Nos moldeamos, nos transformamos, perdemos pedazos de nosotros mismos en el camino. Y seguimos. Siempre, seguimos. A veces me pregunto si esa es nuestra mayor virtud. En ese desierto radiactivo donde “la guerra nunca cambia”, tal vez lo único que realmente importa es entender que adaptarse no significa rendirse. A veces, en las circunstancias más imposibles, adaptarse es la forma más radical de resistencia. Aunque eso signifique convertirnos en algo que ya no reconocemos en el espejo.

La segunda temporada promete llevarnos más lejos en ese desierto, pero sospecho que el verdadero viaje será interno. Porque al final, como muestra Fallout con brutal claridad, cuando todo lo demás se ha ido, lo único que queda es decidir qué parte de nosotros estamos dispuestos a preservar y cuál dejar morir para poder seguir adelante.

Y esa, quizás, es la pregunta más humana de todas.

Ella Purnell, Walton Goggins

Rubén Eduardo Barraza

Maestro en la Universidad La Salle // Experto en cine.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.