Caminar, solo caminar. Llevar el alma a lugares donde se ha amado la vida. Libremente recorrer la ciudad hasta agotarse, sudar, más no desfallecer. Domingo, toque de queda, aceras vacías y un día gris para ser medio día.
Lugares perdidos en el tiempo, en la historia, hallé. Barrios olvidados, sectores ignorados y gentes invisibles. Estación Buenos Aires del Tranvía de Ayacucho, 12: 30 p.m. nace un sentimiento inevitable de volver, como canta Carlos Gardel, a El Prado; es que llegar allá, pese a tanto olvido, es enamorarse de su estética, textura, soledad.
Caminar y caminar como invita Senderito de amor, es dirigirse a un espacio. En mi caso, mientras hago el recorrido al barrio El prado, me es inevitable cruzar la Avenida la Playa. Todos los caminos conducen a esa avenida, un corredor perfecto, o quizás la perfección que evoca lo que entierran, ignoran: Santa Elena, una quebrada que nace en el Cerro Espíritu Santo, pero finaliza con todo un espectáculo que argumenta el porqué está enterrada: desfiles de zapatos viejos, colchones, cadáveres de animales y un olor indefinible. Sigo, pues, el recorrido.
Cerca de Bellas Artes, hay un anciano vendiendo tintos. Ante tanta soledad, me acerco y le compro un “tintico”, que por cierto sabe a canela. El anciano, con dientes manchados, traje negro, pañuelo de bolsillo, como si se estuviese preparando para su funeral -y me disculpan la etopeya-, manifiesta en sus ojos una vida sufrida, esperando en el olvido una utopía en estos tiempos locos.
Le pregunto si ya lo vacunaron contra el virus que tiene en jaque al mundo desde hace más de un año, responde que no, que no sabe cómo consultar, además, no posee celular y que, por ahora, su mejor antídoto del día es recaudar lo suficiente para descansar en una de las habitaciones del centro, poderse bañar y elegir la mejor hora para comer o por qué no, descansar en uno de los panteones del cementerio San Pedro.
Cesé el tinto. Sigo caminando, observando, pensando, reflexionando, profunda concentración en el objetivo: El Prado, pero, y siendo el “pero” la palabra más aterradora, por no decir puta, es difícil no ver la situación de la ciudad; por doquier, lo sombrío se asoma ante la indiferencia, -aquí no ha pasado nada, pienso…
Para maquillar el momento, llegué, ahora sí, a El Prado. Cielo blanco y horizontes grises; arcos añejos, portones inmensos y casas de más de dos plantas evocando la época medieval y trayendo al presente la burguesía del siglo pasado. Sigo mirando, un reciclador cruza la cebra, el semáforo permanece en rojo para él, no importa, los carros están en cuarentena. Sé que no hay soledad porque el viento canta una balada junto a los guayacanes que se balancean tirando sus hojas amarillas en forma de copas como si quisieran salir de la faz de la tierra.
Ingresa en mí un deseo incontrolable de café. Todo está cerrado. La solitaria Medellín con gentes invisibles en sus diferentes aceras, calles, avenidas y plazas, observan el eterno invierno, y no desde la mesa de un bar, pasar y pasar.
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