“…A pesar de ello, como una marioneta coaccionada por una fuerza superior, continúo despertándome a las cinco de la mañana para llegar temprano a la oficina. Por un salario paupérrimo, paso ocho horas sentado frente a una computadora y, con estoicismo, me esfuerzo por cumplir al pie de la letra todo lo que me exigen sin cuestionar, incluso mostrando una falsa sonrisa.”
Cuando tengo el privilegio de estar a solas, sin el ajetreo del día a día, surge la necesidad de la introspección. En esos momentos, vienen a mi mente los sueños que en muchas ocasiones parecían tan alcanzables y, por ende, fáciles de ejecutar. Creía que solo era cuestión de poner en marcha mis bríos juveniles y que el tiempo diera testimonio de mis logros. Tristemente, esos mismos sueños se desvanecieron a medida que las rutinas de supervivencia se impusieron de manera abrumadora, y los comentarios negativos de la familia se volvieron cada vez más frecuentes.
Algunos conocidos me han dicho que no estaba completamente convencido de mis propósitos, que no había suficiente fuerza en lo que anhelaba y que por eso fracasé. Otros, más comprensivos, afirman que todo se debe a los temores inculcados desde la infancia. Como resultado, la frustración se apodera de mí: nada parece atractivo, las inseguridades se multiplican, emergen los resentimientos y la misantropía, el desasosiego se intensifica en las primeras horas del día, y un constante “si lo hubiera hecho” retumba en mi mente.
A pesar de ello, como una marioneta coaccionada por una fuerza superior, continúo despertándome a las cinco de la mañana para llegar temprano a la oficina. Por un salario paupérrimo, paso ocho horas sentado frente a una computadora y, con estoicismo, me esfuerzo por cumplir al pie de la letra todo lo que me exigen sin cuestionar, incluso mostrando una falsa sonrisa. Esta rutina repetitiva y agotadora me hace reflexionar sobre mi vida, haciéndome cuestionar si este es el objetivo que deseo para mí o si existe un sendero diferente en este universo, uno más sustancial, que aún está por revelarse.
Por eso, considero que no debo esperar a que una situación adversa me sacuda del letargo, como le sucedió a Kenji Watanabe, el personaje principal de la película japonesa «Ikiru»
(Vivir). Estrenada en el año de 1952 y dirigida magistralmente por Akira Kurosawa, cuenta la emotiva historia de Watanabe, un anciano empleado del municipio que ocupaba el cargo de jefe en la sección de Atención al Ciudadano. Para ofrecer una mejor ilustración, las escenas en blanco y negro se desarrollan en un contexto histórico de Japón después de la Segunda Guerra Mundial.
Justamente el pasado 6 de agosto, se conmemoró un aniversario más de los trágicos eventos de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki (considerando que la bomba en Nagasaki ocurrió tres días después). Estos sucesos nos demostraron hasta qué punto la especie humana puede desconectarse de la sensibilidad hacia sus semejantes, justificando sus atrocidades en nombre de un nacionalismo patético. No obstante, es necesario recordar que de estas experiencias funestas se fortaleció el espíritu de superación del pueblo japonés.
Continuando con la película, un día cualquiera, Watanabe recibió la impactante noticia de que padecía cáncer de estómago, lo que implicaba que le quedaban apenas unos pocos meses de vida. A partir de ese crítico instante, se da cuenta de todas las experiencias que había dejado escapar por su prolongada dedicación a un trabajo sin sentido. Al principio, su motivación principal para soportar el tedio de sus labores, era el deseo de asegurar un futuro mejor para su único hijo, Mitsuo. Más adelante, ese ímpetu se transformó en el anhelo de jubilarse algún día. Vale la pena resaltar que Mitsuo, no solo trataba con desdén a su padre, sino que también parecía interesado únicamente en el dinero que podría heredar de él.
Inicialmente, Watanabe desesperado por recuperar el tiempo perdido, se dejó llevar por las frivolidades de la vida nocturna, deambulando por las calles en compañía de personajes más vacíos que él. Sin embargo, llegó el instante de la reflexión y en su interior despertó un amargo sentimiento de carecer de un propósito en su existencia, o más bien, la inquietud de pensar que no había hecho nada por los demás. Fue entonces cuando él decidió, desde su posición y a pesar de la burocracia y la incompetencia presentes en el sector público, aprovechar el tiempo que le quedaba para acelerar una de las necesidades de sus conciudadanos: la construcción de un parque. Gestionó con ahínco hasta que finalmente pudo apreciar el parque terminado.
Al final de la película, Watanabe muere con una sonrisa en el rostro, meciéndose en un columpio del parque, mientras entonaba una canción popular sobre la vejez: «la vida es corta». Ahora bien, no pretendo cambiar mi existencia de un momento a otro, pero al menos a partir de este instante podría empezar a transformar la manera en que veo a las personas y, de este modo, rescatar la singular belleza que cada individuo lleva consigo. Al reconocer que cada ser humano tiene su propia historia, es más sencillo descubrir lo que nos hace únicos y, de esta forma, se abre el camino para poder perseguir, con más confianza, nuestras metas y deseos personales.
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Edwin Arcos Salas – [email protected]
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