El Estado colombiano lleva años negociando con grupos armados, buscando de manera pacífica hacer la paz. Pero, pese a múltiples mesas de negociación, la radiografía que tenemos es que la violencia cada día crece: cada día aparece un grupo armado diferente; cada día estos delincuentes, con ínfulas de revolucionarios, siguen extorsionando y secuestrando a la población civil, llenando el país de bombas. Pero la respuesta del aparato institucional ha sido creer que todos estos conflictos se resuelven con diálogo, y sí, dialogar es muy importante. ¿Pero dialogar para qué? Si es para lograr acuerdos que permitan acabar con las dinámicas de violencia, perfecto.
Lo que tenemos claro es que dialogar solo es útil cuando la contraparte está de acuerdo en aceptar las reglas de juego de la democracia; es decir, aceptar que existe una Constitución y unas leyes que no se pueden violar. Y si las violan, pues hay unas instituciones, como la fuerza pública y la justicia, que deben determinar y actuar conforme a las acciones que la ley permite.
Para la población y para las instituciones del Estado no es un secreto que los grupos armados, durante los últimos años, han secuestrado menores de edad y los han incorporado en sus filas; menores usados hoy como escudos humanos para que la fuerza pública no pueda atacar de manera vehemente sus campamentos.
Según un informe de la Defensoría del Pueblo, los departamentos con mayor número de casos de reclutamiento forzado de menores se distribuyen así: 125 en el Cauca, 14 en Norte de Santander, 10 en Nariño, 6 en Putumayo y 5 en el Valle del Cauca. Y la lista continúa; las cifras no terminan ahí.
Los grupos armados ilegales que más practican “casi como si fuera un macabro deporte” el reclutamiento de menores son las disidencias de las FARC, responsables del 91,1% de los casos, seguidas por la guerrilla del ELN con un 7%, además de otros grupos armados que también participan en esta práctica criminal.
¿De verdad alguien cree que esto es una “muestra de paz” por parte de los grupos armados? ¿Qué secuestrar campesinos es un gesto de reconciliación? ¿Qué cobrar “vacunas” a la población civil es un aporte a la convivencia? ¿Que el narcotráfico ahora resulta ser un acto de buena voluntad? Si esto es lo que llaman paz, entonces que alguien nos explique en qué momento cambiaron el significado de la palabra.
Frente a este panorama, el Estado colombiano tiene la obligación mínima —y subrayo: mínima— de construir un plan serio, una estrategia real que les garantice a los ciudadanos algo tan básico como la seguridad. Entre tantas necesidades insatisfechas, lo menos que merecemos los colombianos es saber que podemos viajar por nuestro propio país sin miedo, que podemos invertir en el campo sin ser extorsionados, que el campesino podrá trabajar sus cultivos, cuidar su ganado y recoger su cosecha sin que llegue un grupo armado a “vacunarlo”. Eso, al menos eso, debería ser incuestionable.
Y si estos grupos armados no quieren someterse al imperio de la ley, perfecto, que sigan en su decisión de vivir al margen: ese es su problema. Pero entonces que el Estado, en uso legítimo de la fuerza, despliegue todo su pie de fuerza contra quienes no son otra cosa que criminales. Dejemos de llamar “revolucionarios” a quienes no lo son; romanticizar a los violentos solo ha servido para que sigan creciendo a costa del miedo de la población.
Es hora de que el Estado actúe con contundencia y llame las cosas por su nombre.













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