Coautora: Cristina Dorado Suaza
Estudiante de Comunicación Social – Periodismo de la Universidad Externado de Colombia. Apasionada por los géneros narrativos, las letras y los idiomas. Comprometida con la lucha y la defensa de los derechos de las mujeres y las niñas
Aunque la modernidad pretenda vender discursos supuestamente emancipatorios y «no clásicos» sobre la autonomía del cuerpo, y existan conceptos tergiversados sobre lo que significa el consentimiento, el deseo y el trabajo; jactándose -descaradamente- de su propio desconocimiento sobre la teoría Marxista y de mujeres revolucionarias pertenecientes a esta corriente como Alexandra Kollontai, y que si se quiere desde el mismo anarquismo, abolicionistas como Emma Goldman. Es necesario que desde la sociedad se analice con ojos críticos si estas premisas que pregona (convenientemente) con tanta facilidad el mercado, mediante una falsa idea de igualdad formal, encubren realmente el sometimiento a una de las violencias más antiguas del mundo en contra de las mujeres: la prostitución.
El miedo a ser tachadas de ‘moralistas’, ‘morrongas’ y ‘rezanderas’ ha adquirido más importancia que el compromiso de orientar a la sociedad hacia la ética del respeto por la dignidad y los derechos humanos de las mujeres. Un tema que no debería limitarse a espacios feministas y que debería volcarnos hacia una gran conversación sobre las oportunidades reales que nos brinda un mercado eminentemente desigual, patriarcal y violento. El mismo que obliga a las mujeres a vender sus cuerpos para no morirse de hambre. Y que si bien, muchas de ellas no llegan a la explotación con un fusil en la cabeza y obligadas por un tercero, sus condiciones de vulnerabilidad las llevan a pararse en una esquina, a exponerse al frío, a los consumos excesivos y a venderse. Ese fusil y ese tercero tienen una representación más simbólica como el hambre, la pobreza y la falta de oportunidades.
Durante una semana, un grupo de mujeres visitamos una de las casas refugio de sobrevivientes del delito de trata de personas y prostitución en la ciudad de Cartagena, liderada por Claudia Yurley Quintero, quien también es sobreviviente. Ella, a través de la Fundación Empodérame, recibe y da un acompañamiento a otras mujeres que se encuentran en esa condición, orientándolas hacia la realización de un proyecto de una vida digno mediante emprendimientos y otras opciones para que puedan salir de la prostitución. Les brinda, además, la oportunidad de quedarse en un lugar seguro con sus hijos e hijas, mientras reciben atención psicológica, médica y social.
«No quiero seguir siendo golpeada, apuñalada, penetrada», «esto es un infierno», «tengo que venderme para poder comer, estoy cansada», “quiero salir de esto, por favor, no me dejen sola”. Esas y más crudezas son las que cuentan estas mujeres a través de sus historias y relatos, con el reflejo de un dolor indescriptible que se contagia. Entre ellas se dan alientos, se acompañan, se apoyan, se solidarizan, se abrazan y se escuchan. La mayoría son víctimas del conflicto, tienen problemas de drogadicción, son víctimas de violencia y abuso sexual desde niñas, de violencia intrafamiliar y de relaciones abusivas. Ellas son a quienes la vida, de manera injusta, las arrojó a su suerte a la prostitución, de donde salir viva es un milagro. “Una tiene un pie en la vida y el otro en la muerte”, como expresó una de ellas y a lo que todas se adhieren.
Cada semana, Empodérame recibe a más de 30 mujeres para que puedan comenzar un proceso de reparación y sanación, dentro de este hacen talleres de bisutería, elaboración de productos como traperos, bolsos tejidos, ropa, cremas, comidas, químicos, lo que muchas adoptan como emprendimientos propios para el sustento de sus familias y no tener que recurrir a la explotación sexual nunca más.
Para ninguna ha sido un oficio, ni lo que soñó cuando era niña. El proceso de reconocerse como víctimas es tan doloroso porque se obligan a sí mismas a aceptarlo como un trabajo, pues verlo como lo que es -una esclavitud- dicho en sus propias palabras, solo hacía más difícil su día a día cuando no podían salir de allí. Las heridas que les ha dejado la prostitución son profundas y de las cuales el Estado debería hacerse cargo como principal responsable. Sin embargo, frente al abandono estatal, la respuesta de estas mujeres sobrevivientes ha sido la organización social y política, con el propósito de que sus voces sean escuchadas por la sociedad y las entidades gubernamentales.
La explotación sexual y la trata de personas es una situación invisibilizada que ha adquirido la estética de lo deseable, para quienes creen que la libertad, el deseo y el consentimiento se otorgan por el simple hecho de estar ahí, sin analizar las causas estructurales que llevan a estas mujeres a ponerle un precio a su cuerpo.
Mientras algunos sectores del regulacionismo insisten en tapar el sol con un dedo, a quedarse callados y calladas frente a preguntas sobre el cómo diferenciar la explotación de trabajo; o cómo se le aplicarían los parámetros de un trabajo de ser así; o cómo explican las ambigüedades y vacíos laborales en su intento de convertirlo en “digno” con eufemismos descarados; o si las puñaladas que propinan puteros son accidentes laborales o violencia machista; o si un feminicidio es un riesgo laboral; o si quizás una niña en prostitución por cumplir 18 deja de ser víctima para ser empleada formal de su proxeneta, y muchas otras incógnitas que aún no han logrado resolver, ni siquiera con la presencia del primer «sindicato» que, por primera vez en la historia de la lucha obrera, no molesta a su «empleador».
Las mujeres sobrevivientes de la mano del abolicionismo seguirán resistiendo desde sus refugios y comedores comunitarios, dándoles apoyo y acompañamiento, brindándoles un espacio de autorreconocimiento y de amor, creando y emprendiendo nuevas oportunidades para aquellas mujeres a las que la sociedad les quitó todo y se vieron obligadas a reconstruirse entre ellas mismas, pues una vez más, no hay responsabilidad del Estado en su reparación.
Escuchar a las sobrevivientes nos hizo abolicionistas. Y después de este viaje perdimos el miedo que nos quedaba para alzar la voz. Volvimos de Cartagena siendo más abolicionistas que nunca, las mujeres sobrevivientes nos radicalizaron más que cualquier teoría en esta postura. Nunca hemos estado tan seguras de algo en la vida.
Por favor, escuchen a las sobrevivientes. Y hoy, más que nunca ¡Hasta la abolición siempre!
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