¿Eres tú…o tu empaque? Cuando vivir para mostrar vacía lo que somos

“Vivimos en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor, y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase, que desprecia el contenido” expresaba Galeano. La frase, contundente como un martillo, no es un elemento elegíaco; es el diagnóstico preciso de una enfermedad cultural que hemos normalizado hasta la inconsciencia. Nos vemos en una realidad donde el símbolo ha suplantado a la sustancia, y donde nos hemos convertido, a la fuerza y sin darnos cuenta, en fervientes sacerdotes de culto a la superficie.

Comencemos por desentrañar el mecanismo. Los antropólogos nos recuerdan que todo ritual social-una boda, un funeral, una cena- posee dos dimensiones: el acto en sí y su significado. La ceremonia no es solo el intercambio de anillos; es la promesa, la comunidad que lo testifica, el vinculo que se fortalece. Sin embargo, algo se ha torcido en la traducción. La lógica que germinó con el capitalismo y floreció en la era de la imagen mercantilizada ha pervertido este proceso. Ya no participamos en rituales para vivirlos, sino para exhibirlos. La dimensión del significado se ha vaciado para llenarse de un nuevo contenido: el valor simbólico de cara a la galería. El “qué dirán” ha devenido en el “para qué sirve mostrar”.

Aquí es donde la óptica se vuelve solipsista y cruel. En esta “cultura del envase¨, la relación con el otro –la otredad– deja de ser un encuentro entre sujetos dignos para convertirse en una transacción de utilidades simbólicas. Las personas, nos advierten parte de esos fragmentos, donde se conciben como mercancía. El amigo es un accesorio para la foto que certifica popularidad. El dolor por una pérdida se mide por la fastuosidad del sepelio, no por la profundidad del duelo. Incluso el amor romántico, ese territorio supuestamente salvaje de la emoción, es empaquetado en rituales previsibles y exhibido como trofeo. Las estructuras de cuidado, como hospitales o escuelas, son valoradas más por su fachada arquitectónica o su prestigio nominal que por su capacidad real de sanar o educar. Estamos, como bien se señala, abocados al narcisismo colectivo, donde el reflejo en el espejo social es mas real que la carne y el hueso que lo proyectan.

Lo más insidioso de este fenómeno es su carácter de orden naturalizado. No es una conspiración de unos pocos; es la atmosfera que todos respiramos. Participamos en ella incluso cuando creemos criticarla, porque sus códigos- la necesidad de validación externa, la priorización de la imagen- están tejidos en el sustrato de nuestras interacciones. Nos preguntamos si somos consciente de ello, y la respuesta incómoda: es que solo lo somos a ratos, en destellos de lucides que luego apagamos con otro scroll en la red social. La cultura nos determina y nosotros, al actuar dentro de su lógica, la re-determinamos y perpetuamos. Es un círculo que se alimenta de nuestra necesidad de pertenencia, explotada y convertida en commodity.

¿Hay salida de esta trinchera superficial donde todo parece tener precio de venta -$ 5,99-, incluidos nuestros valores más íntimos? El primer paso, siempre, es el reconocimiento. Dejar de naturalizar que lo importante sea el envoltorio. Recuperar la mirada que perfora la epidermis de las cosas para preguntarse por el latido que hay dentro. Esto implica un acto casi subversivo de desobediencia cultural: priorizar la conversación profunda sobre la anécdota para postear, el consuelo silencioso sobre el pésame performativo, el conocimiento que se construye sobre el titulo que se ostenta.

La “cultura del envase” no es frivolidad inocente, Es un sistema que, al cosificar lo simbólico, desposee a las personas y a los momentos de su dignidad, convirtiéndolos en capital para la vitrina. La invitación, entonces, es una suerte de ascetismo simbólico: a ejercitar el músculo atrofiado de valorar el contenido, aunque este no sea photogenic. A recordar que, antes de ser mercancía para la galería, somos seres con una historia que no cabe en un pie de foto. El antídoto no esta en destruir los rituales, sino en rescatar su significado original. En volver a llorar al muerto, no lo que se pago por el funeral; a celebrar el amor, no la boda; y a cultivar la mente, no solo la fachada que la contiene. De lo contrario, corremos el riesgo de que, al final, nuestro envase sea tan brillante y vacío, que ni nosotros mismos reconozcamos el eco de nuestra humanidad perdida en su interior.

Andrés David Arana Gutiérrez

Investigador Académico, consultor y asesor en temas relacionados con Geopolítica y Geojurídica Digital e Inteligencia artificial. Columnista y articulista de medios escritos digitales nacionales e internacionales. 

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