Me desperté sobresaltada. Lo inmediato fue llevarme la mano a la cara para constatar que ahí estaba mi nariz, bien adherida al rostro y que por sus dos orificios fluía el aire entrecortadamente. Vi los primeros brillos del día en mis sábanas. Me pareció una hora prudente. Hice la llamada, muy nerviosa. Contestó una voz grave y, por su textura, me pareció que tenía una manzana atorada en su garganta. Era una voz peculiar, tan de nadie, tan de su propio género. Me dio su dirección y una hora.
Sin anunciarme, me dejaron pasar. Sentí que mi estómago era una hondura, el palpitar de mi corazón convulsionado me atribulaba hasta las uñas de los pies, y me hice la pregunta arrepentida: ¿yo para qué vine? que no era tanto pregunta sino autocensura. Y era también que no sabía, era ese no saber el que me había conducido hasta allí. Abrió un hombre de unos cuarenta años, muy apuesto, de ojos optimistas, una barba desvaída de la que empezaban a brotar algunas canas y llevaba una bata de científico que se me hizo excéntrica para un indagador del alma, si hubiera algo más excéntrico que llevar en su oficio la palabra alma. Me saludó con un entusiasmo excesivo, que no me evocaba la manzana atorada de la voz de la llamada; de todas formas, su belleza me distrajo de tal incongruencia. Me preguntó mi nombre, Milagros. Me invitó a pasar y a sentarme en un sillón diferente al que hubiera imaginado. Detrás de él divisé dos diplomas enmarcados, pero mi miopía aumentada no me dejó leer con claridad y, al costado, una cortina de plástico dividía el espacio en dos. Al fin la tan esperada sentencia: cuéntame por qué vienes. La respuesta estereotipada que había anticipado en el espejo se resistió a salir y, en su lugar, me precipité involuntariamente en un llanto desconsolado, que era lo que temía que pasara ante esa pregunta incontestable. Esperó impaciente, tratando de apaciguarme: tranquila, respire profundo. Como si pudiera tal cosa.
Después me preguntó, queriendo atajar el silencio, si había algo que no me gustara de mí. Le confesé que muchas cosas, pero que era mi nariz, que no era nunca la nariz de mis hermanas siempre tan elogiadas, aunque en realidad no era por eso, por fea, sino por autoritaria y disfuncional, porque ella me dominaba y decidía solita y soberana cuándo obstruir el paso del aire. Esa nariz me excluía del mundo de los seres de respiración fluida y vigorosa, desaprovechando la potencia de mis pulmones, apenas me permitía sobrevivir de no ser por el auxilio que le prestaba mi boca, a la que le tocaba el trabajo más arduo, obligada a permanecer abierta todo el tiempo, me dotaba de una apariencia digna de alguien que anda preguntándose siempre y entendiendo nunca, y es que yo no lo entendía, y que me producía unos ronquidos sofocados, además de esa ridícula voz nasal, pequeñas asfixias por las que ya había precursado la muerte más de una vez. ¿No cree usted que la respiración se hizo para no ser escuchada? Algunos espirituales la quieren sentir, pero nadie quisiera prestarle oídos a cada instante. El latido de un corazón que se escuchara de continuo, como el segundero de un reloj incesante marcando el paso del tiempo, sería insufrible. Lo mismo la respiración, como el pulsar del corazón, ambos aseguran la existencia, pero su eficacia consiste justamente en su silenciosa marcha, en su siempre continuo e inadvertido funcionamiento. De un tiempo para acá mi respiración se hizo ruidosa y forzada. Y cuando respirar, o sea existir, se convierte en ruido, uno se da cuenta de que algo no anda bien. En fin, mi nariz era todo mi problema: sí, de hecho, anoche soñé que ella se autonomizaba de mi cuerpo y se sumergía en una bañera y se hinchaba de agua y sacaba de sus fosas trapos mojados interminables y se reía a carcajadas estruendosas, se lo puedo contar, me han dicho que aquí puedo hablar de mis sueños y de mi madre que es a lo que vengo.
No se detuvo en mi comentario, no me escuchó siquiera. ¿Dónde estaba yo? El llanto me había petrificado en ese sillón y supe que, confundida como estaba y ya habiendo exhibido mi pena, no podía huir por un simple error. Me dejé arrastrar por la situación y acoger el azar. Agarró un utensilio parecido a un martillo sofisticadamente digital y me lo insertó en la nariz. Se me ocurrió que los abismos del alma pueden examinarse por las vías respiratorias. Después de un par de revisiones, escribió rápidamente en una hoja y me dijo que regresara, pero la próxima vez acompañada de alguien responsable, desdibujando con ello mi pretendida conquista del mundo adulto. Se despidió con una cordialidad excesiva, y cuando salí de allí, leí desconcertada en el papel: otorrinoplastia. Y quedé preguntándome para qué era que había ido y respondiéndome que seguía sin saberlo, sin querer saberlo. Pedí el ascensor: se detuvo frente a mí y un recuadro a la orilla anunció el segundo piso. El segundo. No el tercero. Como si no lo hubiera advertido ya. Uno elige sus propios equívocos, ellos aguardan la ocasión y luego acontecen, intempestivos o silenciosos. La vida es eso, elegir equivocándose, que no es necesariamente fallar, es subir o no un piso de más. Es que tu angustia se te cuele en tu nariz y te deje sin oxígeno. Fue, en mi caso, rehusarme a comprender mis ansias nocturnas que sobrevenían sobre todo en los días en que me preocupaba el amor, las que me abstuve de contarle al psicoanalista del 306. A veces, uno prefiere ignorarlo e irse.
Semanas después me recostaría en una camilla de quirófano: en otras condiciones me pareció que una camilla podría servir de diván y que esa conversación adormecida posterior a la anestesia era lo más próximo a asociar libremente, excepto porque no había nadie allí que escuchara. Me sometería a un recorte de cornetes que eran las criaturas alojadas en mi nariz responsables de mi respiración preocupada y retumbante. Sobre todo, aprovecharía para hacerme limar un pequeño desvío óseo, un toque estético por el que me cobrarían el trescientos por ciento de más. Ahora respiraba –por la nariz–, podía cerrar mi boca tranquila –aunque las palabras se me acumularan dolorosamente hasta asfixiarme– y ya no me despertaba en las mañanas aplastada en un reguero de saliva ignominioso; sin contar que llevaba un rostro trescientos por ciento más simétrico que antes. Noches después, ya con mi nariz despejada, soñé que llegaba al umbral de una puerta y que cuando iba a tocarla, la puerta desaparecía. Ese sueño me hizo llorar por varios días. El más angustiante fue aquel en que me sentía morir, ahogada con una manzana incrustada en mi garganta mientras escuchaba a lo lejos una voz peculiar, tan de nadie, tan de su propio género. Fue horrible. Al final pude respirar, pero nunca saber. De mí, de mis sueños, de mi llanto, de mi equívoco, de mi amor intranquilo. Y ya me va pareciendo que no vale la pena respirar y no saber, no querer saber, obstinarse en hacerlo por las vías respiratorias.
¡Qué bella forma de usar las palabras!