“En Colombia se mueren más de envidia que de cáncer”.
– Martín Emilio “Cochise” Rodríguez.
¿Qué pasa en un país en donde ninguna reforma funciona para solucionar los problemas estructurales? Comienzo con una pregunta que creo que muchos se han hecho después de pasar por cientos de propuestas políticas: por varios cuatrienios presidenciales de ver desfilar a las divas de la burocracia electa compartiendo sus maravillosas ideas que nunca producen resultados concretos generales, excepto para ellos mismos y para sus grupos de interés político.
Uno tiene que preguntarse –y digo tiene en el sentido estricto de la palabra, como obligación–: ¿qué es lo que pasa?, ¿por qué otros países salen y salieron de la pobreza?, ¿por qué allá se puede caminar por la calle, se puede viajar por carretera y se puede comerciar y producir con mucha más tranquilidad, mientras nosotros estamos dando vueltas en el mismo remolino de ideas estancadas y sus consecuencias: violencia, infinitos “procesos de paz”, “acuerdos de paz”, “llamados a la unidad nacional”, “acuerdos nacionales”, y demás, que solo son tapaderas, cortinas de humo o las mismas malas ideas reempaquetadas en cada campaña para captar incautos (los nuevos y los de siempre)?
Cuando nada resulta, nos enfocamos, por supuesto, en acusar políticos. Pero somos nosotros los que los elegimos. Ahora la pregunta es: ¿qué es lo que elegimos?, y no me refiero a las personas o a las mismas ideas en el fondo. ¿Cuál es el propósito de elegir lo que elegimos?, esa es mi inquietud. Y si la frase de “Cochise” Rodríguez no lo ha alertado ya sobre el mejor candidato a respuesta improbable, pero plausible, aquí va: envidia.
¿Por qué en Colombia ninguna reforma funciona? Quizá porque no queremos una sociedad en donde haya riqueza generalizada, solo concentrada. Es imposible de probar esta afirmación y estoy perfectamente al tanto de ello; tal vez porque pertenece más al subconsciente de la sociedad colombiana, y porque es la clase de antivalor que nadie admitiría públicamente abrigar con todo propósito, pese a que, descartando opciones, uno al final llega por deducción a respuestas que se esconden en la sombra y que nadie quiere mirar de frente porque implicaría reconocer un aspecto individual y colectivo que está en total oposición a la imagen que nos hemos querido vender como sociedad: “alegres y echados pa’ lante”, como es el cliché.
La envidia colombiana, que en algunos lugares de la geografía del país es legendaria, y no voy a mencionar nombres, es un antivalor que determina y estructura muchas de las decisiones empresariales y políticas. Colombia es el perfecto ejemplo de un país en donde si el otro gana yo pierdo: en donde el juego de suma cero es la norma. Un ejemplo terriblemente obvio es el Metro de Bogotá, que durante años ha sido el santo grial que abre la puerta de la Presidencia para quien lo logre, y sin importar cuáles sean las consecuencias economías y sociales para la ciudad, lo que interesa es que nadie lo haga.
Claro que no es el único ejemplo, hay muchos más: puertos, aeropuertos y carreteras, por citar algunos. Muchas obras de infraestructura en Colombia son víctimas de esta mentalidad que solo es el deseo secreto de las masas expresado por el juego político, del cual luego nos quejamos. Si alguien se pregunta cómo es que fuimos capaces de aceptar una Constitución como la de 1886 y no fuimos capaces con una como la de 1863, por aquí puede ser la cosa.
Hay dos vainas que me causan curiosidad sobre la envidia colombiana. Una, saber cuál es la fuente de esa actitud que se resume en frases tipo “como ni raja ni presta el hacha”. Dos: ¿cómo escapamos de esa eterna espiral en pérdida que intenta cerrarse sobre sí misma?
A la primera parte, le tengo varios candidatos. Uno, es que esa tradición viene de España. Sí, echémosle la culpa a la “madre patria”, porque España es un país en el que apenas arrancó la reforma protestante, inició la contrarreforma, manteniendo viva la inquisición; un país que se peleó con Inglaterra porque su reina, Isabel I, era una “heredera ilegítima”; un país con un presente incierto y un futuro que no pinta muy brillante. Esto por un lado. Por otro, que en Colombia le hemos puesto el toque criollo a algo que no era buen material para comenzar, y le mezclamos el evangelio de la envidia, que es como mejor se describe al marxismo y que se resume en: yo estoy mal porque otro está bien; imagínense a una cultura que ya está predispuesta a intentar a toda costa evitar el ascenso social, decirle que hay toda una teoría para soportarlo, ¡debe haber sido la sensación cuando se lo mencionaron!
Pero aún más grave que nuestro precedente cultural, y de los condimentos ideológicos con los cuales lo adobamos durante siglos, es agregar otras ideologías igualmente tóxicas. Una de ellas, quizá la peor que nos podríamos imaginar, es el posmodernismo francés, con su muy venenosa idea (entre otras) de que no existe verdad objetiva. ¿Cuál es la consecuencia? Pues que educamos unas generaciones de personas lingüísticamente desconfiguradas, sin estándares, sin medidas, y sin referencia de lo que es bueno y lo que es malo porque “todo es relativo”; incapaces de la más básica búsqueda de la verdad, simplemente porque no conocen ni los rudimentos básicos de la estructuración argumentativa y porque la ciencia como método también se puede subordinar según el capricho ideológico –luego descubriremos que a la gravedad le importa un rábano la ideología cuando los aviones y los puentes se caigan–. Para qué verdades objetivas, ¿cierto? En un mundo sin verdades objetivas o estándares de calidad basados en ello, una incompetente como Irene Vélez, exministra de Minas y Energía, puede estar igualmente calificada a un ingeniero de petróleos con 30 años o más en el sector.
Digo que la envidia es un estructurante, porque en cada decisión política, uno nota que hay la necesidad de hacer perder al otro y de que no se trata de elevarnos a todos, sino de hundir a quienes quieren despegarse. Los mecanismos son sutiles, pero efectivos: licencias, permisos, sellos, papeles, documentos, procedimientos, estudios ambientales, estudios de los estudios de factibilidad, todo el sistema esta diseñado como un gran campo minado alrededor del paraíso de derechos que nos construyó la Constitución de 1991 y en el que vivimos pensando que por falta de rejas u obstáculos físicos, o que debido a los innumerables derechos que trae dicha Constitución, el país es un campo abierto para el desarrollo en todas las direcciones, mas no lo es.
Quienes nos aventuramos fuera de los límites nos encontramos con esas trampas, con esos vericuetos y alambradas invisibles que pululan por todo el sistema colombiano, y que se camuflan de “planes sociales”, de “programas de emprendimiento”, de “justicia social”, de “necesidad pública”, de “función social y económica”, y demás, pero que también afectan, como subproducto tóxico, a quienes los instalan y a quienes eligen a los que los instalan. Por eso los políticos se investigan unos a otros de forma incesante; no obstante, cuando alguno cae a la cárcel, él y sus seguidores dicen que fue “persecución”, y cuando salen, es como si nada hubiera pasado, y los reciben con fiesta y papayera como si de un héroe impoluto y sometido a la injusticia del sistema se tratara: la prueba –para mí– de que acciones y pensamientos van por dos caminos opuestos.
Participamos del sistema de la envidia: del sistema de elección que mantiene a todos abajo. A unos pocos muy ricos, pero con miedo de perderlo todo, y a una clase política cuyo trabajo es mantener el campo de concentración funcionando con las mismas reglas con las que se vivía en la brutal y ahora cerrada colonia penal de Araracuara: uno se puede volar, aunque la selva (las regulaciones y los procedimientos burocráticos) se encargan de uno, y cuando no, los criminales que se encuentran mas allá de los limites visibles.
Esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
Comentar