Entre la crisis autoinfligida y la estrategia del caos

En medio de una Semana Santa que tradicionalmente debería servir como remanso espiritual, los colombianos se vieron asaltados, no por el recogimiento, sino por la zozobra. El silencio que suele reinar en esta época fue roto por una realidad ensordecedora: un país sumido en el desconcierto, en la incertidumbre, y lo que es peor, en una peligrosa deriva institucional.

Lo que parece una cadena de errores o negligencias del Gobierno, empieza a mostrar el rostro más inquietante de una estrategia premeditada: la creación de crisis como herramienta política. Donde no hay problemas, se fabrican. Donde hay dificultades, se profundizan. Donde el Estado debería ser garante, se convierte en saboteador.

La situación del sistema de salud es, quizás, el ejemplo más descarnado de esta lógica. Mientras se vocifera la intención de construir un modelo preventivo, las acciones demuestran todo lo contrario. Las EPS con mayor cobertura fueron intervenidas, y desde entonces, las pérdidas económicas han sido tan millonarias como dolorosas para los usuarios: cierres de servicios vitales como pediatría, ginecología y cuidados intensivos, y un desborde en las deudas con hospitales y clínicas que amenaza la sostenibilidad del sistema.

A este panorama se suma la negligencia en el manejo de la fiebre amarilla, una epidemia que lleva más de seis meses desarrollándose sin respuestas eficaces. El Gobierno, lejos de anticiparse, reaccionó tarde. Ahora, en un intento por lavarse las manos, busca declarar una emergencia sanitaria y trasladar la responsabilidad a los gobiernos locales. ¿Ignorancia o cálculo político? Cada vez es más difícil creer en la primera opción.

Y es que nada parece casual. La sospecha —fundada— es que la emergencia sanitaria podría abrir la puerta a una eventual emergencia económica, habilitando al Ejecutivo a legislar por decreto. Una fórmula tentadora para un liderazgo que desprecia los contrapesos y que ve en las instituciones un obstáculo más que una garantía democrática.

En paralelo, la Cancillería y el Ministerio del Interior, dos carteras clave, están ocupadas por figuras rodeadas de escándalos. La permanencia de Álvaro Leyva, Armando Benedetti y Laura Sarabia no responde a méritos técnicos ni a la confianza pública, sino al peso de los secretos que conocen. Chantajes cruzados, grabaciones comprometedoras, acusaciones entre ministros… Todo en un ambiente más propio de una serie de ficción que de una democracia sólida.

Los audios entre Benedetti y Sarabia, los señalamientos por corrupción, los testimonios que apuntan a financiación ilícita de campaña, no solo erosionan la legitimidad del Gobierno: dibujan el retrato de una administración atrapada en sus propias sombras. En este escenario, la pregunta no es si hay algo por ocultar, sino cuánto y hasta cuándo se podrá sostener esta fachada sin que se venga abajo todo el andamiaje institucional.

Más allá del caos político, el proyecto de país que plantea Gustavo Petro comienza a perfilarse con mayor claridad. No se trata simplemente de un gobierno que improvisa. No. La evidencia sugiere un plan meticulosamente estructurado para socavar las bases de la democracia colombiana: desprestigiar el Congreso, atacar la independencia judicial, promover consultas populares sin marco legal y cooptar el aparato estatal con fines electorales. Todo esto acompañado de un discurso populista que busca polarizar y sembrar odio entre los ciudadanos.

La historia enseña que cuando los líderes se aferran al poder debilitando las instituciones, la democracia no muere de un día para otro: se apaga lentamente, entre aplausos, decretos y consignas. En Venezuela ya ocurrió. ¿Permitirá Colombia repetir ese libreto?

Mientras tanto, los colombianos siguen esperando respuestas, gestión y verdad. Pero lo que reciben es una narrativa de confrontación, decisiones improvisadas o interesadas, y un país cada vez más dividido, más cansado, más desilusionado.

En este punto, no es ingenuo pensar que la verdadera intención del gobierno no sea reformar el país, sino reconfigurarlo a su medida. Un país donde la crisis no sea un desafío que resolver, sino un instrumento para perpetuarse en el poder. Un país donde el debate ceda ante el decreto, donde el control sea disfrazado de participación, y donde el Estado se convierta en el brazo armado de una ideología.

No se trata solo de criticar. Se trata de advertir. Porque cuando los ciudadanos despiertan, a veces ya es tarde.

 

Luis Carlos Gaviria Echavarría

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