Interpretando a Polibio, cada forma de gobierno es el crepúsculo de un nuevo pacto y el ocaso de ideas que se creyeron buenas.
El populismo ha puesto en jaque la democracia, se dice que es inherente a ella, más el discurso ahonda en el corazón de los hombres y lo que ahí reposa. El engaño y las tribulaciones vanas degradan el interés general, que se cree es el postulado principal del gobierno de muchos, pero en realidad es un mandato connatural para el ejercicio del liderazgo, que no necesariamente debe ser político y que no todos los denominados políticos poseen.
La dignidad no es heredada, es sí el reconocimiento base del concepto de humanidad que da apertura al derecho de gentes – hoy bien conocido como derechos humanos universales –, digno entonces quien ejerce el respeto por sí mismo y por los otros. Respetarse implica cuidar las palabras, acciones y omisiones en el amparo de la sensatez, la prudencia, la templanza y el carácter, un sentido de bondad que comulga con el orden mismo. En el honor la admiración que reside en anteponer lo justo sobre los impulsos de nuestra inacabable estupidez.
He creído que la justicia necesariamente se encuentra supeditada y validada en el poder, sea este de índole religioso, cultural, económico, político y/o jurídico; no obstante, está atravesada por la lógica, el extraviado sentido común. El desarrollo normativo se sustenta en tradiciones que, sufridas en la carne de naciones enteras, apelan a un establecimiento racional que permita una vida íntegra para y entre unos y otros.
El conocimiento como poder no simplemente refiere a las ventajas del saber mismo con respecto al mal mayor que es la ignorancia, sino que además atiende a la autoridad que emana de un sentido fundante y teleológico de las cosas. La democracia bien podría encontrar su deber ser en la pluralidad y diversidad de pensamientos que conviven entorno a intereses supremos donde todos encuentran parte – eso sí, menguada – y la república como institución que la garantiza al fraccionar los poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) que se atribuyen al Estado como orden máximo vigente.
Los sofismas han estado presentes desde los albores de la palabra, en carrera contra la inteligencia el ego de los hombres camina sobre el afán de imponerse, aclamando el conflicto decadente que es la guerra, humillando y humillándose a su paso, pues ninguna mentira sostiene el poder por mucho tiempo ya que nace condenado por el absurdo. Las ideas perviven por su efecto y aún con revoluciones sistémicas absolutas, la metáfora de Dios y su dictamen sigue siendo la más acertada. La voz del pueblo es la voz de Dios.
El gobierno del hogar se disputa con amor y responsabilidad profunda, sus directrices estarán determinadas por quien mayor afecto y confianza inspire, suerte de codependencia atravesada por la necesidad material con respecto a quien asuma la vocación de entrega incondicional a su familia. El gobierno de un pueblo no dista mucho de esto, tal es el motivo por el cual quienes ostentan el poder no se califican más que por su continuidad en el mismo, siendo a su vez el punto de equilibrio considerado por el soberano legítimo quien con su aceptación crítica respeta el orden que el responsable de administrar el poder diseña.
Los hijos se entienden como el centro del hogar ya que son la promesa de la continuidad de un linaje en el tiempo, similar es el caso de las mayorías que en la particularidad íntima de sus obras sostienen un establecimiento de poder. El lazo afectivo se comprende toda vez que la identidad entre padres e hijos y gobernantes y gobernados es motivo de empatía en un lapso histórico enmarcado por un discurso predominante que recrea la estructura de poder y la mantiene vigente validando la idea de dignidad en los individuos que la constituyen. La familia es el núcleo de la sociedad liberal, pues ella representa el primer orden de la institucionalidad del poder como punto medio entre el poder impotente sobre sí mismo y el poder invasivo del Estado. Al institucionalizar el poder se asume la tarea de aceptar su existencia racionalmente.
La soberanía legítima de las gentes no es un postulado de la democracia propiamente sino de la dignidad en sí, pues es la trascendencia común del gobierno de cada uno de nosotros sobre nosotros mismos como seres sociales. En este sentido, el soberano legítimo podrá decidir si la forma de gobierno que quiere es administrada por uno, por pocos o por muchos, confiando en este o en estos las riendas de su destino, que entiende necesariamente está ligado al destino del territorio que habita. Hasta en los territorios ausentes de vida humana, existe un orden concordante a la jerarquía y la supervivencia.
Actualmente existen acuerdos racionales, incluso de alcance mundial, que institucionalizan las formas ‘adecuadas’ de gobierno y en este sentido se establecen mecanismos de participación ciudadana para que el soberano legítimo acceda a la deliberación pacífica para escoger y remover a sus líderes políticos, que conectan principalmente desde el lenguaje ante una inminente realidad que se anticipa con ideas y la emoción codependiente que genera la sensación de pertenencia a una manada. El totalitarismo será aclamado por comunidades empobrecidas y/o que se sienten amenazadas por la decadencia, un desequilibrio insoportable al interior de la sociedad; por su parte, el ágora – capitolio, cabildo, minga, asambleas, congreso, concejo, entre otros – como espectro deliberativo para incidir en las decisiones de gobierno, será más nutrida y amplia en la medida que un mayor número de individuos encuentren la plenitud trascendiendo la necesidad inmediata para visionar el bien común junto al responsable o responsables de ejercer el poder por voluntad legítima.
La necedad como negación de la verdad atenta contra la dignidad del necio y la sociedad que lo padece, sin embargo, se propaga como un virus cuyo síntoma es el placer de poder donde anida el sufrimiento del egocentrismo. No pocos pensadores han añorado un filósofo o filósofos como gobernante o gobernantes, más la realidad se basta de seres humanos apenas capaces de nombrar sus impulsos en el otro, dominados por sus propias pulsiones, incapaces de trascender al bien común porque encuentran su límite en un deseo egoísta y desproporcionado frente a sus semejantes, que le ciega frente a la obvia codependencia entre gobernantes y gobernados.
El poder que pierde autoridad al desgastarse en el absurdo pretende el vigor en la violencia y/o la coacción moral que se impone a la conciencia de los hombres dejando hombres sin criterio, la corrupción no es un subsistema administrativo sino un defecto individual que en la medida que gana espacio a nuestra capacidad de discernir el bien supremo, imprime el mal en lo que toca. Ladrones, asesinos, violadores, mentirosos y desleales se sostienen como gobernantes a partir de la desgracia y la dignidad socavada de los gobernados, más sentencian su final en un vil repudio de tal memoria o en el exilio total junto a su pueblo de la vigencia histórica de la humanidad.
Hay quienes carecen de la vocación de poder, no es ese su designio pues carecen de aptitudes y actitudes propias de los líderes políticos, ya que no identifican nada distinto a sus creencias y concepciones personales, incapaces de comprender al otro no son dignos de gobernarlo. Esto no implica que no accedan al poder, más su torpeza se condena en el desprecio y la ignominia, sus posturas padecen la burla ya que solo ahí encuentran la contradicción ante su falta.
El error reincide más no permanece pues nadie acepta una humillación a la que es capaz de sobreponerse, ir en contra del soberano legítimo es el decreto de muerte de cualquiera que se autodenomine político, aun cuando aparentemente defienda la institucionalidad del poder que aspira conducir o seguir conduciendo, la decisión malintencionada de sus manifestaciones demostrará con la evidencia que no es así.
» Ustedes son los representantes de su poder real; ahora bien, si no han juzgado conforme a la justicia, ni han observado su ley, ni procedido según la voluntad de Dios, los declarará culpables bruscamente, de manera terrible. Porque rigurosa es la sentencia para la gente que tiene un alto puesto.»
Sabiduría (6, 4–5)
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