El Bajo Cauca antioqueño, una región bendecida con riqueza natural, vive hoy una realidad devastadora: la minería ilegal ha convertido sus ríos, sus suelos y su futuro en material de lucro criminal. Se trata de una riqueza que destruye en lugar de construir y que pone en jaque la vida de comunidades enteras.
La explotación ilícita de minerales ha arrasado con más de 60.000 hectáreas y acabado con unos 200.000 árboles en los ríos Porce y Nechí, según datos de El Colombiano. Cada hectárea perdida es un ecosistema que muere, un hábitat que desaparece. La tala continua desde hace años alimenta una emergencia ambiental sin freno. A este daño se suma la contaminación del agua: la Defensoría del Pueblo ha alertado que la minería ilegal despilfarra 13 millones de metros cúbicos al año, envenenados con mercurio, cianuro y combustibles. Estas aguas recorren el río Cauca y alcanzan regiones como La Mojana, dejando un impacto que trasciende fronteras territoriales.
Colombia, además, es hoy el mayor emisor de mercurio en América Latina: se estima que libera 180 toneladas al año, resultado directo de la minería artesanal e ilegal. Cada gramo de oro extraído con mercurio contamina hasta 600.000 litros de agua, un daño que puede tardar tres décadas en recuperarse. Así, la minería ilegal no solo compromete a los habitantes del Bajo Cauca, sino que convierte a nuestro país en un actor que envenena al planeta.
La crisis, sin embargo, no se reduce al medio ambiente. Detrás de esta extracción depredadora están grupos armados como el Clan del Golfo, el ELN y las disidencias de las FARC, que controlan el negocio, imponen cuotas y someten a las comunidades. La minería ilegal, en consecuencia, no solo destruye el entorno, sino que también mina la gobernabilidad, la seguridad y la dignidad.
Lo más preocupante es que, junto a las retroexcavadoras y las dragas que arrasan con el territorio, operan discursos que romantizan la minería ilegal. Justificarla en nombre de la “riqueza” que trae, de la informalidad cultural o de la “tradición” es tan peligroso como la draga que rompe el cauce de un río. Ese lenguaje legitima el saqueo, alimenta tolerancia hacia el crimen y erosiona toda posibilidad de protección ambiental y justicia.
Ante este panorama, las respuestas no pueden seguir siendo parciales ni exclusivamente represivas. Es indispensable que el Estado combine la formalización de la minería con tecnologías limpias y responsabilidad ecológica, el desarrollo de proyectos productivos alternativos que ofrezcan oportunidades sin destrucción, una presencia institucional efectiva y participativa —no solo militar— y la protección de las fuentes hídricas como prioridad nacional.
En definitiva, la minería ilegal en el Bajo Cauca antioqueño es un problema que nunca acaba porque lo hemos enfrentado con soluciones fragmentadas. El territorio clama por una mirada integral, por un Estado que proteja la vida y no solo explote las rentas, y por una sociedad que deje de alabar fantasmas de prosperidad para pararse del lado de los ríos, los bosques y las comunidades que hoy gritan por un futuro distinto.
Comentar