Para comenzar, amigo lector, debo confesarle que he observado a mi alrededor que cualquier persona: conocida, cercana, familiar o lejana, podría describir con alegría o amargura cada una de las veces que degustó el mar. Ellos podrían hablar de sus vacaciones en la playa, de sus visitas a los arrecifes, de uno que otro tour de buceo por el Caribe, de la belleza tropical de las personas en el Atlántico o de los hermosos atardeceres en el Pacífico. Otros quizás, podrían decir a menor escala que degustaron las arenas calurosas de una playa en Arboletes, que nadaron plácidamente el mar abrazador de Turbo o Necoclí; incluso usted mismo podría recordar sus visitas al agua salada, el panorama azul y el acogedor paseo que lo llevó a disfrutarlo. Pero, querido lector, así como probablemente usted y muchas otros conocieron el mar, debo contarle que escribo porque yo no pertenezco a la categoría de “cualquier persona que frecuenta el mar”, no puedo contar ninguna anécdota, no puedo decir que nadé, ni siquiera que observé alguna vez a los lejos el salado mar colombiano.
Este secreto es casi una vergüenza para mí, a usted ahora se lo confieso con algo de pena, con algo de prejuicio porque podría preguntarse ¿qué clase de irresponsabilidad es esa de no conocer el mar a estas alturas de la vida?, pero lector, no se imagina usted lo difícil que es para mí responder negativamente y con un dejo de tristeza a la pregunta de si he visitado las costas caribeñas, la riviera pacífica o el mar sanandresano. Confieso que como versa Greiff: “mis ojos infecundos no han visto el mar”, que el mito de creación Kogi donde Primero estaba el mar, no tiene nada que ver con mi experiencia, pues para mí nunca ha estado primero, y que deseo, fervientemente conocerlo, olerlo, estar dentro de él. Deseo salarme en sus aguas especialmente porque me interesa saber por qué es la musa literaria de los vagabundos marineros como London, al tiempo de ser el espacio de la tragedia actual de González e incluso, el desagradable calor y mareo que produce en Zalamea Borda. Busco por medio de los relatos de otros, saber qué tiene el agua retratada una y mil veces en la Odisea, en la Ilíada y en la misma Biblia. Qué hay en el azul profundo del que tanto se ha hablado y qué es lo que me he estado perdiendo todo este tiempo.
Todas estas preguntas y uno que otro deseo, no se resolverán nada más escribiendo un texto; al contrario, cada vez se intensifican las dudas. Incluso dirigiéndome a usted, despierta en mí una increíble curiosidad por saber qué piensa sobre el mar, qué creen los otros que tiene el mar para inspirar a los hombres. En esta medida, cabría contarle también que, aunque usted hasta ahora pueda pensar que victimizo mi condición de no conocedora, la inexperiencia marítima me ha permitido sumergirme en las historias de otros navegantes que plasmaron el mar en sus obras, como una especie de iniciación imaginada para hacerme una difusa idea de lo que es. Que si bien, este anhelado mar ha sido una excusa para idealizar un estado de bienestar, un par de historias literarias han sido el medio para hacerme las expectativas necesarias para conocerlo. Gracias a ello, me atrevo ahora a hablar del mar que en persona desconozco pero que he visto por medio de otras cosas, por ejemplo, en las dos obras colombianas: la novela Primero estaba el mar de Tomás González y el poema Balada del mar no visto rimada en versos diversos de León de Greiff. Aunque de distintas naturalezas, elijo entre la amplia gama literaria a estos textos porque más que nada, más que nadie, su lectura me ha llevado a la profundidad oceánica de un mar casi enfadado y antiguo, una idea más alejada de lo que comúnmente me cuentan.
En la novela de González, donde no pude más que resignarme a pensar que el agua turbulenta no ha dejado de estar nunca para sus visitantes, observé que el desgastado amor de J y Elena tenían de fondo una playa tropical colombiana, una de esas que otros me han descrito con tanta emoción, para los personajes no es más que el paisaje nauseabundo y monótono de una relación agotada. El mar de la novela de González es oscuro, es trágico y huele mal. Ni qué decir de la selva, la densa profundidad calurosa que ahoga a una pareja que no conocía la vida más allá de Envigado. El mar en la novela es tan turbulento como el amor mismo, la sensación que deja tiene que ver con la infinitud de la naturaleza a pesar de nosotros en ella, de una extensión azul que no para de fluir, que no extraña a nadie dentro de él y que si a unos alegra, a otros deteriora y aburre.
Pero si por un lado hay enfado y eternidad, por el otro hay un sobrecogedor deseo de observar un mar añejo, uno barroco como las palabras de Greiff en la Balada del mar no visto. (Otro secreto. Un poema difícil de descifrar para mí). Esta rima casi incomprensible a primera vista, me da indicios también del estado de un hombre que ha evocado tantas veces el agua salada por medio de otros y no por sus mismos sentidos, un poeta que se declara viajero de los cielos y de las noches frustrado porque todavía no llega a conocer el hogar de Poseidón y sus sirenas. Esta especie de canto dedicado al lugar de penas y aventuras humanas, de alusiones al mar infecundo y caótico que navegó Ulises, sorprende por las expresiones admirativas de un autor que casi no puede creer que no lo haya conocido aún. Quizás Greiff estuviese mintiendo (si tenemos en cuenta las características sarcásticas e inventivas del poeta), pero en su texto está la agonía de unos ojos que no han encontrado el mar en el finito viaje de la vida.
El caso es que, querido lector, encuentro en numerosas veces, el mar como un motor literario. Incluso el desconocimiento del mismo, moviliza ahora la escritura manifestando también un deseo de visitarlo, para que en algún momento, este texto sea para mí inválido, pues ya lo habré degustado también. Por ahora no me queda más que contarle a quien lee que los imaginarios de los otros no afectan aun mis esperanzas y que intocables están las palabras que deseo utilizar para describir el agua salada.
Referencia bibliográfica:
Greiff, L. (1930) Balada del mar no visto en El libro de los signos. Imprenta Editorial; Medellín.