Encanto: nuestro don de permanecer en negación

“El que creó este universo llamado “Encanto” vio con perfectos ojos de verdad a nuestra sociedad: un encanto que se ocupa en hacer lo que considera necesario para subsistir”


 

Una vez más los sucesos y fenómenos culturales despiertan en mí movimiento, y vuelvo a sentir la necesidad de dejar fluir las letras para salir de la incomodidad.

Estas palabras posiblemente no tengan repercusión alguna, o sean simplemente objeto de impopularidad. Para la moda y el fenómeno, llegué tarde, muy tarde, me negué por meses a pagar para ver una película que de entrada ya me generaba desazón.
Pero bueno, a ese santo le llegó su día, y no pude parar de pensar.

No lograba entender cómo podían haber hecho una película basada en un país que a simple vista no tiene unas bases culturales sólidas que den cuenta de una sociedad con historia, con arraigo. Al final decidí estar, procurando de forma desprevenida encontrarme con cualquier cosa, lo que fuera, sin muchas pretensiones, sólo como “sujeto pasivo” – así eso sea una vulgar romantización del ser.

Peleas y secretos familiares, prosperidad atada a una casa, una sociedad con aspiraciones relacionadas con la pertenencia o inclusión a una élite, manifestaciones de múltiples egos socialmente estructurados y avalados, vida entre montañas y perspectivas que no ven más allá de ellas, competencia, presiones sociales, seres y familias basadas en la imagen y la apariencia.

Luces, colores, flores, bailes, sonrisas, trajes otrora típicos y por demás bellos, animales, naturaleza, aparentemente una simple sociedad más.

Cuántas cosas empiezan rápidamente a verse manifestadas que la hacen parecer en principio una película más de Disney repleta de detalles bonitos con historias fáciles de digerir. Para gustos colores, y para interpretaciones, seres, cogniciones y emociones.

De acuerdo a lo poco que posteriormente leí sobre la película, y a lo que escuché de algunos de mis cercanos, esta historia parecía una colcha de retazos de nuestra multiculturalidad. Lo curioso es que mientras la veía, si bien alcancé a pensarlo, por cuestiones seguramente propias de mi estructuración cognitiva, empecé a ver cosas mucho más allá que hicieron que todo, para mí, empezará a cobrar sentido.

Una conversación mucho más profunda y prolongada, merecería dedicarnos a desglosar cada uno de los personajes, sería una labor interesante, también ardua y extensa, y este probablemente no sea el espacio ni el lugar, pero con un café y desde distintos saberes y experiencias lo podríamos tertuliar.

Ahora bien, sí se me hace inevitable mencionar aspectos específicos de un solo personaje que saltó ante mis ojos como el responsable mayoritario de la carga dramática y coyuntural, y que me ayudó a entender dónde podría encontrar el basamento argumental que hiciera que esta fuera una película que reflejara las características de la sociedad colombiana como idiosincrasia y entretejido histórico y contextual.

¡La Abuela!

De ella surgió todo lo demás. Así, literal. Surgió la familia, surgieron las creencias, surgió inclusive la estructuración social generalizada de un grupo de seres que vivían entorno a eso que ella disponía. ¿Lo demás? Lo demás para mí inevitablemente empezó a argumentar, y hasta justificar, el universo que desde allí partió y se creó. Excusas inevitables para reflejar lo que somos como grupo identitario, si es que así nos podemos considerar.

No estoy muy convencido de que la abuela esté queriendo representar realmente a una mujer típica colombiana, aunque podríamos hacer alusión a las matronas que por mucho tiempo se hicieron cargo de la cimentación y subsistencia de nuestra sociedad, y ahí habría mucha tela por cortar, pero a mi entender, así como en esta historia, así como en la vida, los seres somos creadores y producto de la misma sociedad, del mismo devenir, y todo esto junto me llevó a entender que este ser terminaba esencialmente por representar el poder, la necesidad de control, el juicio, el ataque, el miedo, y por lógico consiguiente: la protección.

Qué sería de nuestra historia sin esas madres que se vieron siempre avocadas a cuidar y proteger, a procurar guardar la estabilidad de una sociedad que parece que siempre está a punto de venirse abajo. Y también qué hubiese sido de esos seres si no hubieran sentido esa constante necesidad y presión por ocuparse de la subsistencia física y emocional de las familias y la colectividad.

Surgen desde luego dentro de ese ordenamiento estructural disidencias, contracorrientes, rebeldías, pero por supuesto pareciera que ante el poder las contraposiciones emergentes deben ser siempre acalladas, pues van en contravía de lo establecido para salvaguardar la subsistencia y lo construido. Ante ese poder detentado, legítimamente investido y acreditado por el entorno, a lo mejor lo disruptivo jamás será suficientemente bueno ni fructífero; probablemente represente siempre un sinsentido.

Agoniza así cualquier milagro, por más que se encuentre lo establecido al borde de sucumbir. Se apaga la llama a manos de ese protector, quien desde sus temores se considera constructor, juez y salvador, y se posiciona frente a la realidad desde su idea inobjetable de la necesidad de controlar cada cosa, pues todo futuro sin su control será inevitablemente peor.

No sé si a ustedes esto les haga sentido, pero a mí este viaje me hizo llorar, porque hoy, quizá más que nunca, o quizá igual que siempre, me duele profundamente esta sociedad y su estructuración altamente patologizada.

Tengo la tendencia a percibir que como conjunto nos encontramos constantemente llamados a volver a nuestras raíces, pero el dolor enconado nos invita a defendernos, una y otra vez, a dedicarnos a vivir el día a día para salvarnos, a pasarle por encima a lo importante porque reconocernos vulnerables nos obliga a aceptar el dolor y por ende nos devela la compleja necesidad de tenerle que buscar sanación a ese dolor. Nos vemos incesante e inclementemente llamados a cuidar lo que hemos construido y conseguido, porque hay un miedo presente, y también latente, subyacente, de perder lo poco que tenemos temiendo quedar vacíos después de reconocernos como sujetos pasivos, y a veces bastante activos, de una realidad que nos ha generado y nos sigue generando tantas heridas y aflicción.

Colombia, sí, es un Encanto, porque ‘Encantar’ es tratar de controlar la percepción del otro, desviarla a lo bello para que no vea las grietas, desviar nuestra propia mirada para alejarnos de nuestros seres magullados y en constante negación.

«Vivir es de locos, existir de humanos, no me cansaré de repetirlo. Para salvarnos a lo mejor debemos mirarnos hacia adentro, largar el miedo a perder lo poco, porque al final tenemos algo tan ínfimo que seguimos perdiendo la oportunidad del gozo de la plenitud del asimiento del todo»

Esta columna no está a la moda, no es una respuesta a una moda, nace, como sanamente podrían nacer muchas de nuestras cosas, en el momento en el que el ser profundo así lo dictó, y es que creo yo que cuando dejemos de intentar estar a la vanguardia, cuando dejemos de posar, nos vamos realmente a encontrar, vamos a encontrar nuestra propia identidad, nuestra propia cultura, nuestro consciente devenir amoroso y no meramente circunstancial.

Abramos los ojos, ¿qué será lo que veremos?

Y al final entendí, con tristeza y también con mucha gracia, que estaba profundamente equivocado. El que creó este universo llamado “Encanto” vio con perfectos ojos de verdad a nuestra sociedad: un encanto que se ocupa en hacer lo que considera necesario para subsistir.

«Quizás nuestro don es permanecer en negación»

Juan Camilo Acevedo Valencia

Amante de diferentes expresiones del arte y la cultura, enamorado de las infinitas posibilidades creativas del alma y el pensamiento. Graduado como Psicólogo, estudiante de teatro y músico aficionado. Asiduo espectador y contemplador de montajes y creaciones en esta Ciudad de Artistas.

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