En los umbrales de la mente

La única manera de acceder a cualquier conocimiento, del mundo y de nosotros mismos, es mediante patrones neuronales. Cada pensamiento es un circuito único de neuronas gracias al cual éstas se envían electrones unas a otras. Este tráfico electromagnético diseña una forma exclusiva para cada pensamiento.

La única manera de acceder a cualquier conocimiento, del mundo y de nosotros mismos, es mediante patrones neuronales. Cada pensamiento es un circuito único de neuronas gracias al cual éstas se envían electrones unas a otras. Este tráfico electromagnético diseña una forma exclusiva para cada pensamiento.

No hay un solo patrón idéntico a otro. Cuando se forma una de estas estructuras neuronales, lo que está ocurriendo es que se están fusionando multitud de datos alojados en diferentes partes del cerebro, ya procedan directamente de los sentidos o ya hayan sido procesados y recuperados nuevamente de la memoria.

El cerebro es un burbujeo constante de patrones neuronales. Emergen por docenas a cada instante y se desvanecen apenas transcurren unos pocos milisegundos. Para que uno de estos patrones llegue a ser un pensamiento consciente, los científicos creen que el circuito neuronal debe permanecer estable durante unos cientos de milisegundos.

La clave de la conciencia es la capacidad de conectarse unas neuronas a otras. La cantidad no afecta a ello. El córtex, que es el nivel que hace posible la conciencia, tiene la mitad de neuronas que el cerebelo, pero éste es muy pobre en la elaboración de conexiones. El neocórtex, en cambio, está realizando conexiones con todas las áreas del cerebro de manera incesante.

Sólo un patrón se hace consciente por vez, de ahí que la conciencia se experimente siempre en singular. Incluso las personas con trastornos de la personalidad, como los esquizofrénicos, tienen que alternar sus diferentes identidades en el tiempo. Sólo un patrón por instante admite ser asociado con el yo consciente.

mente

Pero es una ilusión. El resto de conexiones que no se adueña de la conciencia se desvanece sin ser advertido, pero deja su huella. De hecho, se queda ahí para determinar todas nuestras futuras decisiones y acciones. Ese burbujeo de pensamientos efímeros es el síntoma de infinitas batallas por alcanzar el poder y tomar el control del cerebro en una guerra que sólo termina con la muerte.

¿Qué ocurre entonces con esos patrones que se desvanecen y cómo nos afectan? La pregunta se responde con una palabra: creatividad. De alguna manera, las imágenes se refugian en los innumerables recovecos de la masa cerebral, aguardando su oportunidad. Son los chispazos que cada cual experimenta más o menos a menudo y que denominamos “intuición”.

Es el pensamiento difuso que toma el control durante el sueño y la duermevela. Dicen que Salvador Dalí se recostaba con un manojo de llaves en la mano para recuperar los pensamientos de esa duermevela. Justo en el momento de quedarse dormido, las llaves se le caían y el ruido le devolvía al estado de vigilia; inmediatamente, plasmaba en su obra los patrones cerebrales que caprichosamente –al menos caprichosos para la razón— se habían organizado en su cerebro.

Es un estado en que conciencia e inconsciencia trabajan juntas e “inventan” patrones neuronales que tienen un objetivo más profundo que el capricho de un artista: nos libera de otros patrones fijos que se han consolidado demasiado y han provocado una actitud excesivamente rígida. El cerebro, el sistema nervioso en general, tiene como función fundamental garantizar la supervivencia en un medio hostil y cambiante.

Los automatismos garantizan el éxito en tareas conocidas, pero la vida está llena de incertidumbre; también exige reacciones inmediatas y creativas ante peligros inesperados y desconocidos para los que no hay una respuesta aprendida. Un cerebro cargado de estructuras rígidas es muy poco útil para sobrevivir.

Esas imágenes desconocidas, ignoradas, insospechadas que emergen del fondo de la mente controlan la actividad consciente. Los científicos son capaces de predecir la decisión que va a tomar una persona diez segundos antes de que ella misma sepa qué decisión va a tomar. Les basta observar la actividad cerebral que tiene lugar antes de que emerja la señal definitiva, esa que constata que ha habido un pensamiento consciente.

¿No hay lugar, entonces, para el libre albedrío? Hay científicos que afirman que sí, que lo hay, y que esa libertad es la causa de nuestra infelicidad. El origen es la enorme plasticidad del cerebro, que permite que el conectoma, el conjunto de conexiones neuronales, cambie con el tiempo.

La experiencia del mundo, el aprendizaje, las repeticiones de la rutina o los cambios de hábito transforman el modo en que las neuronas se buscan unas a otras para comunicarse y reestructurar sus circuitos cerebrales, rompiendo los automatismos previos y sumergiéndole en otros. Quizás sea en esa posibilidad de cambiar la cadena de determinaciones por otra donde resida la libertad del ser humano. Cada individuo tiene en sus manos las decisiones que le llevarán a buen puerto o que le conducirán al error. Semejante dilema inherente al cerebro es el motivo del miedo que impide la felicidad.

Los cambios también afectan al pasado, a los recuerdos. En el cerebro, la línea del tiempo no existe cuando emerge un patrón. En su esencia física, una imagen hecha de retales del pasado es igual que una creada en el presente con datos de la percepción. Y un recuerdo es igual que un atisbo del futuro. Todas las imágenes son un flujo eléctrico con su particular y exclusivo diseño.

Recuerdos, percepciones y fantasías son todas imágenes surgidas de una corriente electromagnética que se mezclan entre sí y crean nuevas imágenes. Determinar su cualidad temporal o su contenido de verdad es una cuestión interna que nada parece tener que ver con una realidad objetiva o externa.

Los recuerdos se pueden manipular, y el futuro se puede inventar con más o menos esperanza en función de tales recuerdos, la mayoría falsos y sin base real, o sea sensorial –todavía no se ha demostrado la causa eficiente de una percepción, el origen con sustancia e independencia del sistema nervioso; de hecho, lo que se ha demostrado es que toda percepción puede ser inducida natural (trastornos mentales) o artificialmente (manipulación cerebral)—.

El objetivo último de estas modificaciones inconscientes de los recuerdos es servir al yo: consolidar una identidad estable y coherente que reúna en sí misma, sin conflictos, todas las imágenes internas que la constituyen.

El ser humano es social por necesidad natural. Dice Michael Gazzaniga que el 99% de nuestros pensamientos están relacionados con los otros; qué piensan de nosotros, qué pensamos de ellos, cómo afectará esa opinión a nuestra relación, etc.

Estamos atrapados en una red social que nos obliga a olvidarnos de nuestra esencia. Las esencias, por definición, no pueden pertenecer a la materia. De hecho, como muestra la física de partículas, la esencia de la materia es el más absoluto vacío. Las partículas se disuelven en la nada. Qué haya en la nada, es otro cantar que alimenta metafísicas, religiones y cada vez más a la ciencia que se preocupa por funciones de ondas, potencias y vacíos cuánticos.

Igualmente, y por el simple hecho de que somos materia, el centro del ser, su esencia, es un vacío. Que se abra a la nada o que conduzca al todo se antoja indiferente al caso. El caso es que el yo no es más que una construcción con fines sociales. No es el constructor de redes. Es la red. Disuelta esta, se esfuma el yo. Como dijera el físico Erwin Schrödinger allá por 1956, en una conferencia que luego se publicaría bajo el título Mente y Materia:

“La razón por la que no podemos encontrar nuestro ego sensible perceptor y pensante en lugar alguno de nuestra imagen científica del mundo puede expresarse fácilmente en siete palabras: porque esta imagen es la mente misma. Es idéntica al todo por lo que no puede estar contenido en él como una de sus partes”.

Si hay un error en el pensamiento occidental que prevalece de época en época, ese error va a ser el empeño en conservar la imagen de un yo como parte de la mente. La causa de que exista una dualidad entre sujeto y objeto que nos trae de cabeza desde hace unos cuantos milenios.

Quién sabe, puede que, algún día, la neurociencia termine por resolver tanta obcecación.

Rafael García del Valle

Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca (España). Persigue obsesivamente los misterios de la existencia, actividad que contrarresta con altas dosis de literatura científica para no extraviarse en un multiverso sin pies ni cabeza. Es autor del blog www.erraticario.com

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