Colombia es principalmente rural, pero yo he habitado durante casi toda mi vida la zona urbana, y al igual que muchos, a veces no reconozco que hay un campo lejano, muy lejano, fuera del calor del asfalto y la seguridad que imponen las estructuras de concreto de la ciudad. Como ciudadanos tan habituados a lo urbano, el campo es un lugar que no habitamos con frecuencia, que sí hemos visitado, al que hemos ido, por temporadas quizá, pero con una mirada desde la urbe; por eso el campo no es el lugar donde fluye nuestro sentido de vida, y aparece muchas veces como sitio lugar de paso o para pasar temporadas en fincas de recreo.
Esta mirada de ciudad hacia el campo genera distancia, hace que este sea más bien lo que soñamos, idealizamos, lo que vemos en documentales por televisión, y como consecuencia de esto, terminamos ignorando la mirada del campesino, la visión rural. Desde la lógica urbana, se contempla la belleza de la montaña y se le atribuyen sus bondades naturales, pero se ignoran los retos de vivir allí, reto de quienes han vivido aislados de las oportunidades del ciudadano de ciudad (porque también existe el «ciudadano» del campo), pues muchos de nosotros, con el ego centrado en lo urbano hemos creído que, como se vive en la ciudad, se vive en todas partes.
Pero hubo un campo que no fue finca de recreo, un campo lejano, aislado y muy rural, donde se vivió la historia de una manera diferente. Allí se gestaron otros ideales y se dieron otras luchas. Esto solo pude entenderlo cuando me puse en las botas de un excombatiente hace menos de una semana, a partir de la invitación de ONU. Junto a ellos visité el ETCR (Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación) en La Plancha (Anorí, ANT), allí pude conocer los avances del proceso de reincorporación de excombatientes de las Farc y ver la dinámica de este territorio luego de la firma del Acuerdo de paz.
El viaje inició con el despegue del helicóptero, que atravesó la ciudad para internarse luego en el verde de las montañas, allí, donde se se pierde la señal del celular, donde se puede perder alguien tan urbano que no distingue entre verdes, donde durante años se perdieron valiosos recursos, donde no llegó la educación, la salud, el Estado, y que ahora, años después llegábamos nosotros, interesados en conocer esa otra Colombia tan verde y rural, lejos de la finca de recreo y más cerca de la realidad del campesino.
Durante el día miré a los ojos, caminé y conversé con Yesenia, John, Gloria, Yeison y muchos otros (son más de 120 y hay familias y niños), quienes ahora son ex combatientes, que antes fueron combatientes, con otros nombres, y un alias que aún les cuesta dejar de nombrar, pero, lo que pude ver en el origen de sus relatos, fue que mucho antes de pertenecer a la organización armada, fueron campesinos sin oportunidades. Detrás de la historia con sus botas de combate estaban antes las de sus dificultades cuando caminaban con las del campesino.
Mientras escuchaba sus historias tuve que abrir mis ojos para pararme desde otra mirada, desde su mirada, aprendiendo a escuchar sin juicio y haciendo el esfuerzo, no fácil, de entender su otra visión, muy diferente, de lo que debería ser la vida en el campo y la justicia social. Y mientras relataban cómo ahora viven la reconciliación y la solidaridad, como sienten que le han cumplido a la sociedad dejando las armas, me asaltaban los recuerdos de la violencia perpetrada por sus Frentes… Pero tuve que dar la oportunidad de escuchar nuevamente al ex combatiente, al nuevo campesino, a esos jóvenes, a Yesenia con 20 años y a John con algo más de 30, quienes coincidían con las palabras de quien antes fuera su comandante cuando repetía: “a nadie le gusta la guerra, porque esto trae cosas que no son buenas”, la guerra lleva al combate, a las pérdidas y el dolor. Y allí coincidimos, jóvenes, adultos, nacionales y extranjeros, los distintos sectores que estábamos caminando junto a ellos: la guerra no es querida, la paz sí es el anhelo.
Mientras caminaba entre el campo, atravesando trocha, hundido en el pantano y pasando un inestable puente colgante, con la torpeza de quien no sabe recorrer estos caminos, apareció Yeison a mi ayuda, él a quien una mina dejó sin pierna y con una mano sin dedos, trepaba como felino y me sacaba siempre de apuros, mostraba la agilidad del que siempre ha habitado la montaña. En su historia vi la de muchos campesinos atravesados por un sentimiento de soledad, exclusión y abandono del Estado. Violentados, con hambre y en la búsqueda de oportunidades, con poca o ninguna opción. A Yeison le tocó vivir y ver cómo el campo pasó a ser improductivo, luego la coca fue rentable pero peligrosa, quedó en el aire muchas veces y no encontró oportunidades, para luego verse representado y acogido por la organización armada. Allí quedó convencido del reglamento y de sentirse del lado correcto de la historia.
Cuando pregunté por las expectativas a Yesenia, John, Yeison y Gloria, casi al unísono decían que esperan no ser discriminados, que no los dejen solos, que entregaron sus armas y están esperando de la sociedad que cumpla con lo suyo, que ciudadanía y Gobierno cumplan el acuerdo. Requieren apoyo para que sus proyectos sean productivos, saben que para hacer la paz se requieren recursos y que en sus comunidades rurales se necesita que llegue el desarrollo. Aunque cueste entenderlo, manifestaron que la sociedad tiene una deuda histórica con ellos y otros que aún viven su historia, que sus decisiones no fueron hechos particulares y aislados, que fueron también producto de una mirada urbana y excluyente hacia las realidades rurales.
Si como sociedad no brindamos a los ex combatientes una segunda oportunidad otra historia de horror volverá a ser escrita, si como habitantes urbanos no abrazamos el campo desde la mirada rural otras generaciones seguirán siendo excluidas y la deuda histórica no se saldará.
¡¡¡Ah!!! Me dijeron que recientemente salieron a votar, por las FARC (la Fuerza Alternativa y Revolucionaria del Común, la de la rosa), haciendo uso de la cédula que define nuestra adhesión simbólica a la ciudadanía.