Las formas hegemónicas del trabajo filosófico en la actualidad, donde impera el paper en menoscabo de otras formas estilísticas como el ensayo o el fragmento, han relegado al pasado lo que en la historia de la filosofía se ha llamado eclecticismo. Muy pocos se atreven a defenderlo, pues desde hace rato goza de mala factura entre los filósofos y filósofas que pasan por rigurosos. En nombre del rigor y del trabajo serio, por lo menos desde cierta tradición aristotélica y desde el idealismo alemán -de ese pensamiento cuya sola existencia justifica el mundo, decía Ortega y Gasset con su acostumbrada tendencia a la hiperbolización- el tratado filosófico se impuso dejando por fuera formas de escritura filosóficas como el diálogo, las meditaciones, el diario o la correspondencia. Se piensa, aún, en algunos círculos, que solo el tratado es pensamiento sistemático. Pero Nietzsche no fue tratadista y fue un filósofo cabal, así se lo reconoce desde E. Fink y desde Heidegger.
Sin embargo, en la actualidad, con el mayor conocimiento que se tiene del pasado, de la actividad filosófica misma, de las prácticas del campo filosófico, de la tradición, muchos de los mitos y de los prejuicios se van desmoronando. Esto cobija al concepto mismo de filosofía. Esta, por ejemplo, no se remite solo a la tradición griega, sino que ya, desde Jaspers, para mencionar solo un ejemplo del siglo pasado, se acepta la existencia de una filosofía china, india, etc. Igualmente, trabajos como los de Miguel León Portilla dieron crédito a la existencia de una filosofía náhuatl, tal como lo ha hecho también Josef Esterman con las filosofías quechuas y aymaras. Al fin y al cabo, qué sea filosofía no se mide con un filosofómetro estándar para recordar aquí al cubano Pablo Guadarrama. Los filósofos se desentierran y mueren en la historia misma de la filosofía más frecuentemente de lo que advertimos y en este proceso qué sea filosofía se renueva, se enriquece.
El asunto no es menor porque si por filosofía se entiende amor a la sabiduría, el acento se desplaza a qué es lo que consideramos “sabiduría”. La sabiduría, el pináculo en Aristóteles, en distintas acepciones implica un saber o esclarecimiento de una totalidad de sentido en la cual habita el humano; es más, la crea. El sabio tiene una lectura del mundo, la suya es una visión, por ello, tan totalizante como las grandes construcciones de los sistemas metafísicos. El sabio ordena el mundo, reflexiona sobre él, las cosas de la vida cotidiana, el problema de la convivencia, la vida y la muerte. Las culturas están llenas de este tipo de saber, de reflexiones, de pautas y sentencias éticas para convivir. También los siete sabios de Grecia lo hicieron. Tal vez la diferencia estriba en que hoy tenemos que dar cuenta de esa visión, de esos descubrimientos, de esas creaciones o hallazgos, ya sea en debates o en escritos, o en diálogos abiertos atizados por la inquietud. Pero esta práctica, frente a la sabiduría, también se debe al entronamiento del logocentrismo frente a tradiciones orales. Es dable pensar que, si la filosofía se mide por su grado de reflexividad crítica, esta no debe ser una característica típica de occidente, y debe haber ejemplos dispuestos a ser desenterrados y visibilizados por la luz de la historia presente, dispuestos a caer en nuestra conciencia histórica filosofante. Pensar que no hay reflexividad en las culturas periféricas es caer en la imposibilidad de demostrar el cambio social, su fluir, y también de no poder dar cuenta de la transformaciones valóricas, morales y creencias en esas formas de vida.
Pero ¿qué es eclecticismo? ¿No son todos los pensadores grandes, a su manera, eclécticos avezados, eclécticos con voluntad de creación? La palabra proviene del verbo griego eklegein que significa “seleccionar”, “elegir”, “escoger”, “recoger”, según apunta el famoso Diccionario de filosofía de José Ferrater Mora. En el eclecticismo hay una búsqueda de un “criterio de verdad que permita justificar no solo las propias posiciones, sino también posiciones adoptadas desde otros puntos de vista”. De ahí que la “característica más sobresaliente del eclecticismo parece ser la moderación constante”, y su oposición al dogmatismo. Por eso, el ecléctico discrimina y eso implica atender a las diferencias, a las sutilidades; el ecléctico no es un cocinero experimentador que crea mazacotes y conglomerados heteróclitos de ideas o que mezcla o integra doctrinas por juntarlas, como si no hubiera un proceso de pensamiento en su trasfondo, en las cavernas de su ser.
El ecléctico no es un coleccionista de ideas o datos. Como todo filósofo, el ecléctico está movido por un problema e intenta dar respuesta al mismo, de ahí que intente “justificar las propias posiciones”. No hay que olvidar que, como decía Schopenhauer, “la primera regla del buen estilo, casi la única necesaria, es que se tenga algo que decir”. Y, justamente, el ecléctico tiene “algo que decir”, está acuciado por la pregunta filosófica e intenta dar respuestas, o esclarecerlas. En este sentido, su trabajo es como el de cualquier otro filósofo o filósofa, pues quien estudia con el propósito de “comprender, las cosas, los libros las investigaciones son meros peldaños de una escalera con los que se asciende hasta la cima del conocimiento”. Y es aquí cuando el filósofo ecléctico se encuentra con la tradición, como cualquier otro. Y la puede usar como peldaños. La tradición es siempre el subsuelo desde el cual pensamos, con la cual discutimos. La tradición nos ha formado, pero no nos ha determinado, no es un corsé intelectual. Siempre tenemos una relación dinámica con la tradición. Esta no es un producto acabado que consultamos y de la cual disponemos. La tradición siempre se recrea desde nuestras preguntas o nuestras metodologías, desde nuestras nuevas miradas. De ahí que lo que se suele olvidar es que la filosofía siempre está en diálogo con un subsuelo de pensamiento, con problemas heredados, con inquietudes abiertas. Y de que es en esa relación dinámica y crítica con el pensar como se ensanchan los horizontes mismos de la filosofía.
Hay que tener en cuenta, también, que el pensamiento, al ser un producto, acuñado por la heterogeneidad, es, en sí mismo, ecléctico, múltiple. A veces lo que llamamos ideas propias no son más que las resonancias de otros en nosotros. Y no solemos ser tan conscientes de ello. Basta ver las múltiples influencias de Marx, el idealismo alemán, el variado socialismo utópico, la economía política inglesa y la manera como con estos tres ingredientes, según una interpretación comúnmente aceptada, armó una visión filosófica del mundo con la cual pretendía cambiarlo. Dialéctica no es ecléctica, pero ¿cómo se las apañó con todos esos ingredientes tan variados? Es de admirar cómo lo hizo. Lo mismo vale para autores como Francis Bacon, Ortega, Nietzsche. Este último le debe más a Schopenhauer de lo que solía reconocer, y en su juventud, también coqueteó con Kant y Hegel, quienes están presentes a su manera en El nacimiento de la tragedia tal como el propio Nietzsche lo reconoció a modo de queja en el famoso Prólogo a la tercera edición de ese libro en 1886. Nietzsche acudió también a los estudios biológicos de su época para justificar mejor su hipótesis de la voluntad de poder. Todas estas influencias aparecen en su filosofía, en distintos momentos. Pero no son asunciones totales. Son algunas ideas, algunas teorías, algunos filosofemas los que adopta en su propio pensamiento. En fin, si pudiéramos descomponer más de un sistema hallaríamos sus partes y las maneras como estas han sido articuladas en una totalidad que presume coherencia.
Tener claro que el ecléctico es anti-dogmático es relevante. Por eso suele reconocer estas influencias en lugar de cerrar el “castillo de certezas” como decía María Zambrano. El ecléctico sabe que ningún filósofo tiene la razón del todo, y de que cada sistema es un lente, una perspectiva desde la que miramos el espectáculo del mundo y sus conflictos. El que no se considera ecléctico (o no es consciente de ello) busca el punto arquimédico, fijo, seguro, desde el cual habérselas con los problemas filosóficos que le encara la realidad. Es un amante angustiado que busca seguridad, como Descartes y su evidencia racional. Son los fundacionalistas de hoy que no han entendido como dice Habermas que “todos los intentos de fundamentación última en que perviven las intenciones de la Filosofía primera han fracasado”. Y han fracasado porque siempre habrá otro fundamento posible, mejor, más adecuado, más sólido, que se puede poner como pivote de esos grandes dragones conceptuales que son los sistemas de pensamiento. En estas lides, batallas, los filósofos han sido prolíficos. Al final, esas construcciones son de admirar y quedan como grandes testimonios de la imaginación creadora y del esfuerzo del concepto, maravillosas catedrales de ideas labradas con paciencia y enjundia. La llamada filosofía dura suele ser, en este sentido, inmodesta y muchas veces pretenciosa.
Creo que la mayoría de los filósofos que piensan la complejidad del mundo actual, con toda sus aristas y su espesura, son eclécticos inconscientes o, al menos, vergonzantes. No reconocen la multiplicidad que los habita, ni las placas o los peldaños que los constituye. Hoy, a lo mejor, todos tenemos que ser eclécticos porque el mundo es tan complejo y heterogéneo, tan diverso, que tal vez una sola construcción teórica resulta insuficiente para asirlo. Es mejor contar con varias herramientas para leer el mundo, o inspirarse en otros para crearlas, que mantener el espíritu de escuela donde nos arrodillamos ante grandes sistemas que pretenden explicarlo todo. Al final no hay que olvidar que lo que importa es “tener algo que decir” que es lo que jalona el proceso de la investigación y del pensamiento.
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