“Pero hay que admitir, que aunque pocos, tengo privilegios que muchos no tienen, y que no deberían de ser privilegios para nadie, sino derechos para todos.”
Hay una frase que se ha vuelto cotidiana y común en las redes sociales y en los carteles, pancartas, camisetas de las marchas y los movimientos sociales de los últimos tiempos. Incluso es el título de un libro de Ita María y es “Que el privilegio no te nuble la empatía”.
Y esa es la palabra de esta semana: “empatía”. Porque de esta carece la sociedad colombiana, sobretodo aquella parte de la sociedad llena de privilegios.
Incluso esta columna, más que un llamado de atención al resto de la sociedad, es una reflexión para mí mismo. No, yo no tengo grandes privilegios, ni mi familia tiene contratos con el Estado, ni mucho menos pertenece a él. Pero hay que admitir, que aunque pocos, tengo privilegios que muchos no tienen, y que no deberían de ser privilegios para nadie, sino derechos para todos.
Con mucho esfuerzo, endeudándome, pidiendo préstamos y trabajando, he podido continuar mis estudios universitarios. Pero muchos son los jóvenes que han tenido que desertar, porque no alcanzan o no pueden reunir los más de siete millones de pesos que cuesta un semestre en una universidad privada del país. Es hora de comprender que la gran mayoría de jóvenes que estudia en universidades privadas del país, no es precisamente porque sus padres les puedan pagar las altas cuotas semestrales que cuesta la estadía en estas universidades, y mucho menos porque ellos tengan los recursos para costear sus estudios, sino porque se endeudan, vendiéndoles su alma al diablo, al icetex, o a las distintas entidades bancarias que vienen siendo lo mismo. Es hora de comprender que gran parte de los jóvenes colombianos no siempre terminan sus carreras universitarias en cuatro o cinco años, sino ocho o diez, porque les toca trabajar un semestre, para poder estudiar al siguiente, y terminan estudiando de a poquitos, o en el peor de los casos, terminan abandonando sus carreras universitarias, se terminan rindiendo y desempeñando en cargos y empleos para los que no estudiaron ni se prepararon, terminan engrosando las filas de la informalidad o el desempleo.
Y es hora de comprender y aceptar, que los cupos en las universidades públicas del país son muy limitados, que estos son para unas pequeñas minorías que logran entrar en el selecto grupo por medio de pruebas y competencias absurdas y arbitrarias, como si aun estuviéramos en el siglo XIX, y la inteligencia fuera el seguimiento de unos patrones uniformes y retardarios de exclusividad tan solo para algunos, y no una subjetividad del conocimiento y una relatividad de la forma de ver y entender las cosas.
Es hora de mirar un poco más allá de nuestras narices, y entender y aceptar que hay personas que no comen tres veces al día, sino que muchas veces se tienen que acostar con el estómago vacío porque no les alcanzó el poco dinero que ganan para comprar algo de comer, o porque tuvieron que escoger entre comer y pagar un arriendo o una medicina para algún miembro de su familia.
Es hora de dejar de ignorar que afuera, bajo la lluvia y la intemperie hay personas que tienen que dormir en el suelo frío y mojado y acompañados tan solo del peligro de las calles bogotanas y la indolencia de una sociedad que un día los desechó por haber caído en el abismo olvidadizo de la droga y la indigencia, en el anonimato.
Es hora de dejar atrás esos tontos prejuicios que nos inculcaron desde niños y nos dijeron que aquellas personas que pensaban distinto a nosotros eran criminales, pecadores, indignos de nuestra mirada. Es hora de mirar el otro lado de la historia y comprender que somos humanos, que somos equívocos e imperfectos, que aquellos que están en el monte también son víctimas de un conflicto, una guerra absurda e inmisericorde. Es hora de entender que somos iguales y que no estamos extensos de errar alguna vez. Es hora de escuchar lo que tienen que decir los que por años han llamado milicias, y han querido callar a bala. Es hora de darles la oportunidad de que se reincorporen a la sociedad de nuevo, y aporten sus ideas con palabras, con diálogo y no con las balas. Es hora de escuchar las historias y versiones de aquellos guerrilleros que han decidido dejar atrás las armas y la guerra, hay que abrirles las puertas de las oportunidades, hay que escucharlos y dejarlos hablar, hay que perdonar sus errores, teniendo en cuenta que todos en algún momento estamos expuestos a equivocaciones, errores y toma de malas decisiones.
Hay que escuchar a esos muchachos que han llamado de la primera línea de la protesta social en los últimos meses. Hay que dialogar con ellos y escuchar lo que piden, lo que reclaman, la causa de su enojo y su rebeldía, lo que tienen por decir, pedir o contar. A ellos también hay que abrirles las puertas de las oportunidades, antes de que sea demasiado tarde y decidan tomar el camino violento de las armas que tomaron las pasadas generaciones.
Hay que saber comprender las necesidades de los demás, de cada sector ajeno a nosotros. Hay que escuchar cada opinión así no se esté de acuerdo. Hay que priorizar siempre el diálogo. Hay que saber ponerse en los zapatos de los demás. Hay que aprender a comprender cada posición así sea ajena a la nuestra. Eso implica que yo un día me pueda sentar con un sector de la sociedad que tenga una ideología política diferente a la mía a dialogar, a hablar de paz. Eso implica que yo un día me pueda sentar a dialogar y a proponer con personas que tengan un color de piel distinto al mío, o unas creencias religiosas contrarias a las mías, o incluso unas formas distintas de percibir el mundo y la vida, sin necesidad de agredirnos y maltratarnos entre iguales por pensar o hablar diferente.
A eso se le llama empatía. Este es mi llamado: a la empatía, a la comprensión, a la solidaridad; si se quiere, al amor al prójimo.
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