“Angy salió de Venezuela con el deseo incontrolable de comprar una toalla higiénica, porque allá ya no se consiguen. Su mamá le tuvo que enseñar a ponerse toallas de tela y hasta periódico para contener la sangre menstrual”.
Como Elías está cumpliendo años, no está aquí. Fue a tomarse una cerveza con sus hermanos (de entrenamiento, porque los de verdad todavía están en Venezuela), pero dejó encargados a Leonardo, a Yhon y a Yohargel de conseguir las monedas del día.
Este es el semáforo de la Avenida del Poblado con la 19, hace mucho sol y las personas de los carros pocas veces bajan las ventanillas para que no se les escape el aire acondicionado.
“El salto de la muerte” es el momento más importante del show de 35 segundos que estos 3 hombres (Lion, La Leyenda y Brandon, sus nombres de calle) realizan sin falta, de lunes a lunes, en el semáforo. Pero ellos no le dicen semáforo, le dicen “faro”, porque no se criaron aquí. Nacieron en la Venezuela petrolera que les dio todo para una infancia acomodada, pero que también les quitó todo, hasta el hogar.
Llegaron hace casi 3 meses a Colombia. No se conocían antes del Valle de Aburrá, pero ahora son toda la familia que tienen. Viven en hoteles que pagan diario. Antes vendían chicles, pero “solo sabemos hacer dos cosas: estudiar ingeniería y hacer parkour”.
Leonardo Pérez tiene 19 años. Llegó a la frontera con la vida empacada en un morral. En Cúcuta le robaron todo. Hizo 6 amigos y, entre todos, solo juntaban 12 mil pesos. Por eso, cuando en la Terminal de Transportes le dijeron que Bucaramanga estaba a 8 horas en bus, supo que caminar era su única opción. Caminando, llegaron a Pamplona. “Yo pensaba que morirse de frío era solo una expresión, pero no. No podía pensar, ni caminar, ni sentir, ni nada… solo saber que me iba a morir de frío”. A las 12 horas de caminar sin parar, pasaron una panadería, pero les dio pena entrar a pedir algo de comer. Dos horas después, que pasaron en frente de otra, se les olvidó la pena, entraron, contaron su historia y una señora les regaló 38 panes. No pasaron hambre.
Cuando llevaban dos días de camino, Leonardo se sentó en la berma del camino con mucho dolor en los pies. Se quitó los tenis para tratar de entender qué sucedía y no pudo parar la hemorragia. Los pies le sangraban sin parar. No tuvo otra opción que volverse a poner las medias y los zapatos y seguir caminando para, al quinto día, llegar finalmente a Bucaramanga. “Se me cayó toda la piel, por arriba y por abajo, solo me quedó pegada el pedacito entre los dedos”.
En este momento, tiene los pies cubiertos por una costra negra, apenas se diferencia la forma natural. Pero él se pone los tenis, se los amarra duro para que no se le despegue y salta sobre el capot de los carros una vez cada 100 segundos.
Mientras ellos están en el show, llega Angy Bernalete. Ya se le notan los tres meses de embarazo, pero sus 18 años todavía tratan de ocultarlo. Salió de Venezuela con su novio y al llegar a Medellín, él le pidió que abortara. Ella conservó el bebé y se deshizo del novio.
Sus papás todavía no saben que está en embarazo, y tal vez no les cuente hasta que nazca. “Ellos se preocupan mucho por mí, me dicen que me van a enviar dinero aunque no hayan comido nada”. Angy salió de Venezuela con el deseo incontrolable de comprar una toalla higiénica, porque allá ya no se consiguen. Su mamá le tuvo que enseñar a ponerse toallas de tela y hasta periódico para contener la sangre menstrual. “Llegué aquí y lo primero que hice fue comprar una toalla… pero ahora estoy embarazada y no la voy a poder usar”, comenta entre risas preocupadas.
Antes de estar en el semáforo, Angy intentó vender chicles en los buses, pero la mafia de los camioneros no la dejó. Además, para ella, Medellín es la capital de la droga y de la prostitución. Tiene varias amigas que llegaron aquí a vender su cuerpo y no le resulta extraño escuchar a hombres ejecutivos, muy elegantes, decirle que “¿Eres venezolana? Te doy 20 mil por el oral”.
En un semáforo en rojo, dos buses se ponen de primeros en la fila. Los muchachos deciden no hacer su show, ya descubrieron que los buseros nunca les dan nada y que los buses no dejan ver a las personas de los carros.
Se sientan en el andén, el sudor no para de correrles por las espaldas desnudas, el celador del edificio de oficinas se acerca con una botella de agua, ellos agradecen, se toman la mitad y se echan encima la otra mitad. El semáforo cambia a verde. Ellos se acuestan en la manga y saludan a Angy. El semáforo cambia a rojo, de nuevo. “Los pelaos hacen mucha falta, necesitamos que vengan… pero bueno, Elías está de cumpleaños”.