“El Yaper o ¡Ya perdiste! es la simplificación de lo que está mal en sociedad. Es la irreverencia al orden moral y legal, es el culto a la ilegalidad, es perjudicar a alguien o a algunos y en el acto burlarse de la peripecia.”
De repente lo vi en la esquina, milimétricamente posicionado, en una ubicación corporal que se le podía ver y escuchar desde los cuatro puntos cardinales o más bien, desde donde se lo permitían las gigantes construcciones de concreto y hasta donde tenía alcance el viejo dispositivo de sonido que usaba esperando despertar la consciencia colectiva de los viandantes y habitantes del lugar. Ahí lo vi, cuando, en una armonía simétrica retrasada solo por milisegundos, salían de sus labios y se difuminaban por el parlante del artilugio tecnológico aquellas palabras que me somorgujaron en un pensamiento profundo:
— He aquí los 4 jinetes de la lenta y progresiva destrucción social de América: el Yaper, el Llorindel, el Sapo y la Hipi. Puede que en otros países reciban otros nombres, puede que en otros no hayan llegado los cuatro (¡y no permitan que lleguen!), pero se hallan mimetizados en sociedad.
Le decían el Sabio, otros le decían el Loco; pocos le entendían. Yo lo veía más como un predicador alternativo tratando de abrirse paso entre las multitudes y de ser diferente a sus colegas que estaban en el negocio de succionar bolsillos y opacar mentes racionales. Estaban de muchos países, atiborrados en carpas accidentadas a lo largo de la vía peatonal en los costados de la avenida, denotando una profunda crisis humanitaria y extrapolando, en este extenso país, los problemas de sus lugares de origen. En ese interactuar constante, tal vez producto de la necesidad de comunicación, tal vez por la decadencia cultural, la sociedad se había vuelto cada vez de frases cortas y abreviaciones difíciles de entender para los que estuvimos un poco antes que los de ahora.
De vez en cuando pasaba por el lugar y lo divisaba desde lejos. Algunas veces me gustaba escucharlo un poco más, ralentizar mis pasos para coincidir en el espacio-tiempo con sus distópicos discursos. Su estrategia de ubicarse bien le funcionaba. Y a medida que me acercaba, cual efecto Doppler, podía entenderle mejor:
— Puede que alguien me diga (¡y lo han hecho!) cuando reflexiono estos temas: «hey loco tú si te das mala vida. ¡Cógela suave!», pero es necesario traerlos a la superficie desde sus oscuras y solapadas profundidades –allá donde no llega el sol– de nuestra sociedad.
No sabía si creerle o no. Lo cierto es que se había esparcido una nueva forma de diálogo entre las nuevas generaciones con frases y abreviaciones que sus antecesores no entendían (o por lo menos trataban de comprender esa metamorfosis del lenguaje). El comprender esas codificadas abreviaturas me hizo caminar lento y seguir escuchando como si no escuchara:
— El Yaper o ¡Ya perdiste! es la simplificación de lo que está mal en sociedad. Es la irreverencia al orden moral y legal, es el culto a la ilegalidad, es perjudicar a alguien o a algunos y en el acto burlarse de la peripecia.
«Este loco no es tan loco», pensé yo.
— Al Yaper lo acompaña Llorindel, que no es más que la burla irónica de reconocer que algo se perdió porque alguien violó un conjunto de normas y resultó vencedor. Es la invitación vulgar a resignarse del daño sufrido. Es una invitación burlesca a la resignación y al conformismo.
No estaba tan mal. Dos de esos jinetes los conocía.
— El sapo no es más que «déjenme hacer lo que me da la gana en sociedad, que yo no sigo las normas sociales». Bajo ese adjetivo que pareciera que una vez invocado, saliera de las profundidades del hades el gran demonio de «déjeme violentar esta norma y a esta persona». Es el status quo de «no se meta que no es con usted». Es decirle a otro, a otra: «¡quédese callado! ¡Quédese callada!».
El último jinete de aquella predicción apocalíptica, de los dos que conocía, si lo identificaba bien:
— La hipi es la hipócrita dignidad, es exigir «no me ofenda que usted no sabe quién soy yo», es reclamar un respeto y dignidad que segundos más tarde el mismo sujeto dejará por el piso. Es la expresión «déjeme robar pero no me trate de ratero, que soy persona y tengo dignidad», “déjeme matar pero no me trate de asesino ni sicario, que tengo sentimientos y usted está hiriendo mi susceptibilidad”. Cuando una persona reclama esta dignidad auténtica, es rebajar el sistema de defensa de su interlocutor para luego perjudicarlo o seguir cometiendo su fechoría. Súmese a esto el hecho del reclamo pseudohistórico de desigualdad social, imprimiéndole un blindaje sociológico que hace prácticamente imposible cualquier intervención por la vía del derecho (¡y hasta de hecho!) a los sujetos infractores de las normas sociales.
Interesante sus palabras. Seguí caminando por unos minutos reflexionando las palabras del Loco. Caminé meditabundo unos treinta o cuarenta minutos más. La verdad no recuerdo. De no ser lo que pasó después tal vez no hubiese recordado nada.
Pasaba por una calle concurrida de la ciudad. Llovía en el acto. Las personas se resguardaron por la intensa lluvia. De repente un dueño de un restaurante echando a la acera toda clase de basura para que se la llevara la corriente de agua que bajaba por la calle de asfalto. Le dije que estaba mal. Hizo como si no me escuchara mientras vertía aceite usado de cocina a la artificial corriente de agua. Le grité tímidamente «¡no sea puerco!» como medida de choque con el ánimo despertarlo de esa acción contaminante. De inmediato me replicó reclamando respeto a su dignidad de ser humano. Y mientras me decía mil improperios, seguía derramando aceite como si nada pasara. Le insistí y me dijo: «ustedes los acomodaditos, los de gran sabiduría se creen más que los demás. Solo porque uno es pobre lo humillan cada vez que les da la gana». La gente estaba resguardada, pero escucharon el grito de reclamo de «justicia social», encendieron luces y salieron. Se activaron los rateros. Alguien robó mi teléfono celular. Le intenté reclamar y me dijo: «¡yaper!» y mientras se alejaba corriendo hacia donde un compañero que en moto lo esperaba en la esquina, alguien gritó desde otro ángulo: «¡Llorindel!».
Intentaba procesar lo ocurrido; todo había pasado en un instante. Mis sentidos parecían estar en un estado de agudeza sobrenatural. Alcancé a oír cuando el dueño del restaurante le ordenó a uno de sus empleados que trajera la basura para arrojarla a la corriente. Mientras tanto, el ladrón huía con una sonrisa triunfante, satisfecho por haber logrado su cometido.
El dueño del restaurante me miró y me gritó:
— ¡Si ve! Por sapo hijue][]$# &$%{% @&@&( %#{}£€£…
Nunca había escuchado tanto odio ni tantas vulgaridades juntas dirigidas hacia mí. Seguí mi camino. Mientras caminaba resignado —convencido de que nada cambiaría en mi vieja ciudad, en mi roído país— iba entrejiendo historias en mi cabeza para enmascarar lo sucedido. De fondo, escuchaba una canción de Intoxicados cuya melodía me llevó al éxtasis de mi reflexión existencial:
«(…) Somos indios latinos con guitarra eléctrica y comunicados a través de internet…».
Una afirmación que encierra una riqueza de historias por contar e ideas por interpretar.
Excelente artículo
Es interesante como el autor realiza un análisis del contexto urbano colombiano actual. La dura realidad de estandarizar términos y comportamientos humanos.