(Y de cómo las fotografías los mostraban en su camino al cielo)
Hubo un tiempo en el que los lunes se compraban los periódicos locales solo por ver las fotografías espectaculares de los porteros de fútbol en pleno vuelo. Cuando no teníamos cómo adquirirlos, íbamos a la biblioteca municipal o donde algún vecino a que nos mostrara las estiradas en magníficas tomas de los reporteros gráficos.
Tal vez, aunque es confuso el recuerdo, lo primero que quise ser en el fútbol fue portero, pese a que, como llegué a saber un poco más tarde, es un puesto de ingratitudes, de cambios repentinos, en el que, en el desempeño, se puede pasar en un instante de ser una especie de héroe a la griega a un bandido o asaltante de montes a la colombiana. Creo que lo que me indujo, muy en la niñez, cuando habitaba en los límites de los barrios El Rosario y la Cachera (que en realidad era Briceño), y había un enorme potrero detrás de una escuela de niñas, eran las transmisiones radiales, que mamá sintonizaba en un radio Philips, en las que un narrador se emocionaba más con las estiradas de palo a palo del Caimán Sánchez que con los goles anotados.
En aquel potrero inmenso, que limitaba, de un lado, con otro barrio, llamado el Piñón (tenía como distintivo un enorme árbol de ese nombre que era casa de decenas de gallinazos); con La Cumbre, de otro, y con el Rosario, veía jugar a muchachos que, los de un bando, tenían camisetas amarillas y negras, a rayas, que luego supe imitaban a las del Peñarol de Montevideo. Y tenían un portero alado, que en sus voladoras daba la impresión de sostenerse como un aeroplano, y aún después de rechazar el balón, de lanzarlo a un costado o al tiro de esquina, seguía flotando.
Esos muchachos, que eran, supongo, casi de mi misma edad, pero que me parecían mayores y muy altos, entraban en éxtasis en esas confrontaciones en las que, para mi gusto infantil, el mejor de todos era el portero de los aurinegros. Las transmisiones del locutor deportivo (creo que era Jaime Tobón de la Roche) y las actuaciones circenses del arquero de potrero bellanita, junto a las “vistas” de los periódicos en su sección deportiva, me transmitieron unas enormes ganas de probar en ese puesto.
Lo hice en otra manga, también extensa, pero no tanto como la anterior: en el barrio El Carmelo, junto a una escuela, y cuya cancha tenía un leve declive. Allí me ubiqué como arquero y comencé a volar (las porterías estaban delimitadas con dos piedras de buen tamaño). La sensación era la de todopoderoso, la de tener alas invisibles, las de ser un Ícaro al que todavía no se le habían derretido sus alerones, hasta cuando escuché el término de “estás cazando mariposas”, que alguien dijo cuando me lancé en una fenomenal voladora, pero sin alcanzar a desviar la pelota. Mejor dicho, ni siquiera a tocarla.
Entonces, quizá como derivada de una vergüenza interior, jamás me volví a situar en esa especie de paraíso-infierno que es una portería de fútbol. Y comencé, en cambio, a ser un jugador de campo, que en ocasiones “humillaba” a los cancerberos (también por entonces supe que en otras partes les decían los sampedros) con goles de rabona o haciéndoles una bicicleta. Sin embargo, no se me olvida cuando, en una manga del barrio La Selva, en un desafío o “selección” entre el barrio El Congolo (del que yo ya era un habitante, tras haber vivido en otros lugares) y La Cumbre, el portero de este último barrio, al cobrarle un penalti, me lo atajó mediante una espectacular volada y tomó a dos manos la pelota. Se levantó de inmediato y comenzó con la esférica a hacer malabares de desprecio.
Decía que los periódicos de hace años, también las revistas, y aún más, aquellas que llegaban de la Argentina, como El Gráfico, publicaban unas fotografías hipnotizantes con las maniobras increíbles de los porteros, su vuelo hacia el infinito, su cuerpo como una saeta, en una plástica manera de ir hacia el balón, que además se destacaba contra el cielo del estadio, contra las nubes, y el guardameta, capturado en una instantánea, daba la impresión de ser alguien de otro mundo, de otras esferas lejanas a la tierra.
Me parece que también influía en esa captura, la posición del reportero. A veces, se ubicaban casi a ras de la grama, estirados, y entonces la voladora del portero parecía a más altura, más fenomenal y efectista. El arquero en su vuelo infinito se veía muy alto, lejos del mundanal ruido, en otras magnitudes y coordenadas. Era un deleite mirar esas gráficas e imaginar tantas cosas sobre el partido, sobre el que realizó el disparo, acerca de lo que gritaban los aficionados en las graderías…
Eran fotos para despertar la imaginación e igual eran parte de un proceso creativo del “cámara”, de su ojo milagroso y oportuno, de su sensibilidad. Eran placas que producían emoción, transmitían sentimientos, proporcionaban información y nos ponían a volar junto con los porteros fotografiados. Uno de los que recuerdo en voladoras era Pablo Centurión. También a Oswaldo Ayala, a Floreal Rodríguez, y en revistas y periódicos viejos de Medellín siempre salían los vuelos de fantasía de Gabriel Mejía.
Más que a los jugadores de campo, los poetas les han dedicado versos a los guardametas. Rafael Alberti escribió un poema a Platko, portero húngaro del Barcelona. Miguel Hernández, en su Elegía al guardameta, homenajea a Lolo, de Orihuela, que murió al golpearse contra un paral de la portería. Cuántos poemas se escribieron en honor del Divino Zamora, legendario arquero español, “valla infranqueable, humana barricada” …
Todo esto para decir que aquellos fotógrafos de la infancia y la adolescencia, cuyas obras maestras aparecían en los periódicos del lunes, eran también poetas. Registraban un vuelo rápido, como un fotograma cinematográfico, y le daban categoría de eternidad. Era un deleite observar esas fotos en las que un hombre, un deportista, un poseído por los ángeles, se mantenía en el aire para siempre, en un vuelo con alas invisibles. El fotógrafo y el balón obraban el milagro.
(Escrito en Medellín, tras participar en una charla de fútbol y patrimonio, 19-IX-2022)
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