Votar debería ser un acto de inteligencia colectiva, pero en Itagüí a veces parece más un ritual vacío o una apuesta al azar. ¿Cuántos votos se han emitido por miedo, por rutina, por una promesa de cemento o por una bolsa de mercado? ¿Cuántos candidatos se han elegido con los ojos cerrados y la conciencia dormida?
Cada cuatro años firmamos un contrato invisible. No lo autenticamos con tinta ni ante notario, sino con un gesto aparentemente simple: marcar una casilla. Pero ese gesto carga el peso del futuro. Es un acuerdo social que define el orden —o el desorden— de los próximos años. Y lo firmamos no solo con el tarjetón, sino con la memoria, la dignidad y la esperanza.
El problema es que hemos confundido el voto con una recompensa, como si fuera el pago por asistir a un evento político, por aceptar una llamada o por salir en una foto. Hemos permitido que se convierta en moneda cuando debería ser mandato. Porque el político que compra votos no gobierna: cobra. Y cuando lo hace, no le rinde cuentas a la ciudadanía, sino a quienes financiaron su llegada.
El verdadero contrato
El contrato con Itagüí es más profundo que una elección. No es con el candidato: es con la ciudad. Con el barrio que exige alumbrado, con la familia que merece salud digna, con el joven que sueña con oportunidades sin tener que irse. Cada voto, bien pensado o mal entregado, tiene efectos reales en esa cotidianidad que muchas veces se ve abandonada.
Y lo más incómodo de reconocer es que Itagüí no está como está solo por quienes han gobernado, sino también por quienes los eligen. La corrupción, el desgobierno y la negligencia también se alimentan de la indiferencia del votante, de su apatía o su comodidad en su zona de confort.
La responsabilidad compartida
Es momento de asumir una verdad contundente: la queja sin acción es complicidad. El abstencionismo no es rebeldía, es renuncia. Y votar sin pensar es un acto de traición silenciosa a la ciudad que decimos amar.
Porque cuando entregamos nuestro voto a cambio de favores momentáneos, cuando elegimos por simpatía personal y no por capacidad, cuando nos dejamos llevar por promesas ostentosas sin fundamento, estamos siendo cómplices del deterioro que después lamentamos.
La democracia no es un espectáculo del que somos meros espectadores. Es una construcción colectiva en la que cada ciudadano tiene un papel protagónico. Y ese papel no termina el día de las elecciones: comienza ahí.
Un llamado a la conciencia cívica
Itagüí merece más que gobiernos improvisados y ciudadanos desconectados. Merece líderes que entiendan que gobernar es servir, no servirse. Y merece ciudadanos que entiendan que votar es un acto de responsabilidad, no de conveniencia.
La próxima vez que tengamos un tarjetón en las manos, recordemos que no estamos eligiendo solo un nombre: estamos definiendo el futuro de nuestra ciudad. Estamos firmando un contrato que nos compromete a todos.
Un Itagüí en orden no se improvisa: se elige. Se elige con memoria, con criterio y con dignidad. Pero, sobre todo, se elige entendiendo que la calidad de nuestros gobernantes es, en última instancia, el reflejo de la calidad de nuestras decisiones como ciudadanos.
El contrato está sobre la mesa. La pregunta es: ¿estamos listos para firmarlo con la responsabilidad que merece nuestra ciudad?
Comentar