¿Cómo despedirse de alguien que quizás nunca vuelvas a ver, mas si ese alguien no sabe de tu existencia y sólo lo conoces por sus canciones? Decides hacerle un homenaje, vuelves a títulos como “Woke up this morning”, “I’m your man” y “Dance me to the end of love”, te recuestas en un sillón con un vaso de whiskey en tu mano, lo levantas y en silencio rezas “a tu salud, Cohen”, mientras de fondo suena “The Future”, una canción que revela el cinismo del verdugo y que compone el soundtrack de la película Natural born killers (Asesinos por naturaleza).
Luego pasas por la casi celestial “Hallelujah”, canción acompañada por una voz única, envolvente, de esas que no pasan desapercibidas. Una voz que desde su elegancia transporta a momentos tan disímiles como un viaje nocturno por carretera o estar sentado en el salón de algún hotel lujoso, e incluso a encuentros espirituales con uno mismo. Sus letras cuentan historias dignas de ser llevadas a la pantalla grande.
Encontrar a Cohen a través de su música me lleva al año 2000, cuando por esas cosas de la vida me encontraba pasando canales. De repente aparece el intro de Los Sopranos, una serie sobre gansters neoyorquinos, y luego un susurro acompañado de la frase “I Woke up this morning”. De esta forma comencé a interesarme por la vida y obra del cantante de voz profunda.
La vida de Leonard Cohen se apagó el pasado 7 de noviembre de 2016, después de una transitada existencia que lo llevó a vivir mil vidas durante 82 años. Canadiense de nacimiento, judío de tradición, su andar tranquilo y pausado lo llevó a diversos conocimientos y artes: la historia, la literatura, la poesía y la música, expresiones que también le permitieron caminar a sus anchas por Londres, Atenas, Paris y Los Ángeles. Estas y más ciudades fueron habitadas por su presencia, su altura, su sombrero, sus trajes oscuros, elementos que lo distinguían como artista y que a la vez le daban un aire solemne y respetuoso. En sus recitales, que duraban un promedio de tres horas, se podía ver la integridad de este hombre y su perfección como músico, aunque la fatiga provocada por las extensas giras lo llevó a su primer retiro.
Sin embargo, una amante aprovechada y apoderada de sus derechos rompió el silencio budista que Cohen hizo en los años noventa, por lo que la necesidad lo trajo de nuevo a los escenarios. El arte, de una u otra manera, sentenció que su salida no había sido aprovada por Calíope y Euterpe (musas de la poesía y la música), amantes que le dieron todo, pero que también le exigieron ir más allá de lo que él creyó que era su aporte a las mismas. Las recompensas a su trabajo esperaban, miles de fanáticos en el mundo le dieron un abrazo cálido y la bienvenida no pudo ser mejor, tanto para quienes querían verlo de nuevo como para él, que anhelaba salir de un apuro financiero. El destino, sin duda, puso las cartas sobre la mesa.
El teatro de Campoamor de Oviedo en España, fue testigo de uno de los más sentidos discursos pronunciados por Leonard Cohen. En el relato compartió parte de sus primeros años como artista, esa inseparable relación con la guitarra española, con su aroma, su cuerpo. Desplegando toda su sensibilidad contó cómo siendo joven y estando en búsqueda de una canción, conoció a un músico español que interpretaba flamenco en Motreal a principios de los años sesenta. Se acercó al hombre y le dijo que quería aprender de él, ser su alumno. El guitarrista accedió, así que al día siguiente Leonard fue hasta donde él y en un par de días las lecciones fueron su centro de atención. Pero la inexplicable ausencia del profesor y después la tristeza al saber que él se había quitado la vida hicieron que Leonard le rindiera un sonoro homenaje a España.
Desde ese momento su obra comenzó a estructurarse con los seis acordes de la guitarra flamenca. Gracias a ello, así como a su legado poético y musical recibió el Premio Príncipe de Asturias a las letras en 2011, “un reconocimiento al ser y a la interminable balada de la vida”, tal como lo anunció en su momento la revista Arcadia.
Cinco años después, en octubre de 2016, Leonard llegó con You Want it Darker, epílogo a su obra pero también a su vida. Nueve episodios que suenan a despedida compuestos por alguien que sabe que sus fuerzas están a punto de dar un último suspiro, pero que desea dejar un adiós a la vida. Sus sonidos y letras son además una preparación para ingresar a la inmortalidad, lugar en el que ahora reposa.
Llama la atención que él haya hecho lo mismo que David Bowie con su último álbum, BlackStar: escribir una sombría carta de despedida, dejar un testamento oscuro, lúgubre, misterioso. Al escuchar You Want it Darker las preguntas son muchas e inevitables: ¿Es tal vez una alución a la vida que se apaga? ¿O es la incertidumbre ante la inminente llegada de la muerte, representada en tanta oscuridad? Como sea, Cohen lanza una plegaria músical diciendo: I´m ready my Lord (estoy listo señor), afirmando que sólo le queda esperar, con esa elegancia que lo caracterizó, su partida de este mundo.
No quiero decirle adiós, sus obras quedarán para la memoria del arte. A punto de terminar estas líneas sí me gustaría decir que la fortuna me acompañó al escuchar sus canciones. Si bien no conté con el honor de conocerlo en persona, lo encontré en cada una de sus interpretaciones; cada coro, cada estribillo y estrofa cantada por él me hacía sentir que estaba al lado de un gran consejero. Él simplemente se despidió de todos nosotros con nueve capítulos que muestran el digno ocaso de un hombre.