«Dejo mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios…» Alan García.
Esas fueron algunas de las palabras que, con tono compungido, leyó una de las hijas de Alan García en las honras fúnebres de su padre. Al parecer, esa sentencia hacía parte de una carta escrita por el ex presidente peruano antes de suicidarse.
Pero qué significan esas palabras, para muchos cargadas de odio y para otros sinónimo de una resistencia enmarcada en un acto como el suicidio que, como dijera Albert Camus, es el único problema filosófico verdaderamente serio.
Con sus palabras, pero sobre todo con su cadáver, como él mismo lo afirma, Alan García desprecia a sus adversarios (nótese que no los llama enemigos), un hecho que no ha sido el primero en la historia y que de seguro no será el último.
Ya en el año 73 d.c, tres años después de la destrucción del templo judío a manos de los romanos, un grupo de judíos rebeldes (mayoritariamente Zelotes) resistían los ataques desde una fortaleza llamada Masada. Cuenta la leyenda que ante la resolución de los romanos de lanzar un ataque definitivo, los judíos, conscientes de su debilidad ante la fuerza de la legiones romanas, decidieron inmolarse (aunque existen versiones que niegan un suicidio masivo) con el fin de no verse humillados por sus enemigos o, tal vez, como símbolo de desprecio hacia un imperio que deseaba imponerle sus normas.
Otros casos fueron los de Quang Duc y Jan Pallach, el primero un monje budista de 73 años que en 1963 resolvió prenderse fuego en la ciudad de Saigón, en la antigua Vietnam del Sur, para protestar por lo que él consideraba un abuso de poder por parte del entonces presidente Ngo Dinh, quien era católico y promovía la persecución contra los budistas. Por su parte, Jan Pallach, un joven Checo de 21 años, decidió incinerarse en 1969 (meses después de la invasión de los tanques del Pacto de Varsovia a Praga) en la plaza de San Wenceslao, en la que hasta el día de hoy se le venera, como un acto de rebeldía contra aquellos que, según él, venían a destruir la primavera de Praga.
Ambos casos (Quang Duc y Pallach) podrían ser considerados también como muestras de animadversión o desprecio hacia doctrinas o ideologías imponentes que los sacrificados no compartían, despreciaban o les eran imposibles de tolerar.
Con todo esto, no quiero decir que Alan García es un héroe ní mucho menos un mártir, pero lo que sí quiero resaltar es que su acto, estemos de acuerdo o no, fue una forma de resistencia y desprecio hacia un sistema que consideraba era injusto con él.
Muchos me dirán que no sé leer el acontecimiento por falta de visión política o que juzgo premeditadamente y sin conocimiento a la justicia peruana. Sin embargo, ante esas afirmaciones, sólo puedo responder diciendo que frente a instituciones o poderes que son imperfectos y que pudiéramos enfrentar o tolerar de alguna manera, el hombre, también imperfecto, está en todo su derecho de elegir la forma de resistencia que desea utilizar. Ya lo decía el filósofo francés Jean Paul Sartre: «el hombre está condenado a ser libre…»