Nicolás Gómez Dávila, el filósofo colombiano que fue uno de los críticos más radicales de la modernidad, escribió en uno de sus escolios:
“Con el objeto de impedir peligrosas concentraciones de poder económico en manos de unas pocas sociedades anónimas, el socialismo propone que la totalidad del poder económico se confíe a una sociedad anónima señera llamada Estado”.
Esta frase resume con ironía y lucidez el problema del socialismo como sistema político y económico, que pretende abolir la propiedad privada y el mercado libre, y sustituirlos por una planificación centralizada y una distribución igualitaria de los recursos. El resultado, según Gómez Dávila, es una concentración aún mayor del poder en manos del Estado, que se convierte en una entidad abstracta y omnipotente, que no rinde cuentas a nadie y que impone su voluntad a todos.
Esta visión del socialismo se puede aplicar perfectamente a la actual administración de Colombia por parte de Gustavo Petro, el “primer” Presidente de izquierda en la historia del país, que ha iniciado una serie de medidas que buscan transformar nuestro modelo económico y social. Una de estas ha sido quitarle la pauta publicitaria a los medios de comunicación privados, considerados por Petro como “hegemónicos y tradicionales”, y redirigirla al sistema de medios públicos, controlado por el Gobierno.
Según Petro, esta decisión busca democratizar la información y garantizar la “pluralidad” de voces en el espacio público. Sin embargo, según sus críticos, se trata de una estrategia para silenciar a los medios independientes, y para promover una propaganda oficialista que exalte la figura del Presidente y sus “logros”.
Así, Petro estaría siguiendo la lógica del socialismo que denunció Gómez Dávila: con el objeto de impedir peligrosas concentraciones de poder mediático en manos de unos pocos grupos privados, el Gobierno propone que la totalidad del poder mediático se confíe a una sociedad anónima señera llamada RTVC.
Esta medida no solo atenta contra la libertad de expresión y el derecho a la información de los ciudadanos, sino que también revela una concepción autoritaria y paternalista del Estado, que se cree dueño de la verdad y que pretende educar e ilustrar al pueblo según su ideología: un Estado que no tolera la disidencia ni el debate y que busca imponer un pensamiento único.
El socialismo de Petro no es más que una forma de estatismo que busca eliminar la autonomía y la diversidad de la sociedad civil, y someterla a un proyecto político centralizado y uniforme. Un proyecto que no respeta la propiedad privada ni el mercado libre, sino que los sustituye por una planificación arbitraria y una distribución clientelista. Un proyecto que no promueve la democracia participativa ni el pluralismo político, sino que los reemplaza por una hegemonía populista y un personalismo mesiánico.
Frente a este socialismo estatista, es necesario reivindicar el liberalismo como una alternativa política y económica que defiende los derechos individuales, la propiedad privada, el mercado libre, la libertad de expresión, la separación de poderes, el Estado de derecho, la democracia representativa y el pluralismo político. Un liberalismo que reconoce la diversidad y la complejidad de la realidad social, y que no pretende reducirla a un esquema simplista e ideológico. Un liberalismo que respeta la autonomía y la creatividad de los ciudadanos, y que no los trata como objetos pasivos e ignorantes.
El liberalismo es la antítesis del socialismo estatista. Es el sistema político y económico que mejor garantiza el progreso humano, la justicia y la paz. Es el sistema que más se acerca al ideal filosófico de Nicolás Gómez Dávila: “La única forma legítima de Gobierno es la que se limita a garantizar la libertad”.
Esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
Comentar