“El derecho no siempre avanza en línea recta; a veces se tuerce en el mismo punto donde empieza a olvidarse del ciudadano”
A veces la ficción tiene la incomoda virtud de desnudar las verdades que el derecho prefiere disimular. El sinuoso camino del derecho, la miniserie coreana que ha despertado debates entre estudiantes y juristas, y en particular mi interés por escribir sobre cine y derecho, logra justamente eso: poner frente al espejo un sistema jurídico que, entre pasillos, egos y formalismos, parece olvidar que su razón de ser no está en el código, sino en el ciudadano. No es solo una historia sobre abogados jóvenes y tribunales severos, sino una radiografía del poder, la ética y la burocracia judicial, como la viven al interior de las firmas de juristas muchos abogados juniores o asistentes legales. Y como suele suceder no solo en sur Corea, pues la realidad de Colombia se asoma a esta pantalla por su reflejo.
Nos adentramos en un laberinto del deber ser y el ser jurídico, dado que, la serie plantea, con admirable crudeza, el contraste entre el derecho como ideal de la justicia y el derecho como una sola práctica institucional. En los diálogos tensos entre los jueces y fiscales, se percibe una constante tensión: ¿sirve el derecho para garantizar justicia o para sostener un orden conveniente a quienes lo administran? Esta pregunta, tan antigua como Sócrates y tan vigente como una audiencia de control de garantías, recorre cada episodio. El espectador, tal vez termine entendiendo que el derecho no siempre avanza en línea recta, más bien serpentea entre intereses, silencios y omisiones.
En ese sentido, El sinuoso camino del derecho se convierte en una crítica a la tecnificación de la justicia: expedientes que pesan más que las historias humanas, argumentos que valen más por la ley que por la verdad. La serie expone el peligro de convertir el derecho en un ritual vacío, donde la letra remplaza al espíritu y el poder sustituye la razón.
El poder y la “hipocresía institucional” señala un elemento particular y revelador, donde se retrata el poder judicial como un espacio donde la ética se negocia. Las jerarquías, los favoritismos y las redes de influencia operan con una naturalidad que incomoda. Los personajes que intentan mantener su integridad terminan pagando un precio alto, mientras los que saben “moverse” dentro del sistema prosperan. No es difícil trazar el paralelismo con nuestros propios tribunales, donde la justicia a veces parece más una habilidad política que un ejercicio de imparcialidad.
Sin embargo, seria injusto negar los matices. La serie no solo se limita a demonizar el sistema, muestra también el valor del disenso, la importancia de la conciencia individual y el rol de quienes, desde adentro, se resisten a ceder ante la inercia. En sus mejores momentos, el relato nos recuerda que el derecho no está perdido, sino que requiere ser defendido de sus propios excesos.
Debemos contemplar que existe el riesgo de la indiferencia, quizás lo más inquietante que deja El sinuoso camino del derecho es la normalización del cinismo. El espectador observa cómo los protagonistas, agotados por la rutina, terminan aceptando la injusticia como parte del oficio. Esa resignación es mas peligrosa que cualquier corrupción explícita. En nuestras facultades de derecho- y en los despachos que heredan sus egresados- ese mismo cansancio se traduce en la frase “así funciona el sistema”. Pero ¿y si precisamente ahí radica el problema? Si el derecho deja de incomodarnos, deja también de servirnos.
La serie coreana no pretende dar lesiones jurídicas, pero si nos recuerda algo esencial: el derecho, cuando se deshumaniza, se vuelve un camino sinuoso hacia ninguna parte. La justicia no puede depender del formalismo ni de la obediencia ciega a la norma, sino del coraje de quienes la ejercen. En tiempos en que los tribunales parecen más interesados en los procedimientos que en las personas, conviene volver a preguntarnos si la ley sigue siendo un medio para la equidad o un instrumento de convivencia.
Tal vez, como insinúa la serie entre líneas, el desafío no es hacer más leyes, sino formar conciencia. Que los abogados de ficción- y los de carne y toga- recuerden que detrás de cada expediente hay una vida, y que la justicia, cuando se vuelve espectáculo, deja de ser justicia.
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