Hay un síndrome poco estudiado, el síndrome de París, Texas. Aquel síndrome que ha llevado a filósofos, como Montaigne en sus Diarios y Rousseau en su Caminante solitario, ha transgredir la fronteras de su yo, a anularlo al extinguirlo en las llamas de pasiones funestas, arriesgándolo en batallas y revoluciones; ese síndrome que hace al hombre extraño ante sí mismo, ajenas todas las memorias de su conciencia. El síndrome de ese hombre que corre, como un conejo blanco -corre conejo, corre- y nunca más deja de correr.
Corre conejo, corre. Un hombre se sube a su automóvil, inserta la llave en la ranura y deja el auto encendido mientras calienta el aceite. Enciende un cigarro mientras espera parado que la puerta levadiza termine de ascender. Su rostro luce igual a otras muchas mañanas, sobrio, irritado por la loción para después de afeitar que le regaló su esposa, con sus anteojos manchados de grasa, irritable como siempre.
Las expectoraciones del auto le confirman que está listo. Se sube en él, sale de la isla privada de su propiedad, pisa el acelerador, en ruta la proa de su navis cual un nauta experimentado y jamás vuelve a casa, ni a su barrio, o estar entre los suyos.
John Updike escribió un libro cuyo argumento es el anteriormente descrito. Por supuesto, es literatura y nada puede ser escueto en este mundo fantástico. Un hombre que se aleja de su propia vida, la abandona para siempre, o al menos hasta donde los tentáculos de su existencia, manifestados en las infinitas relaciones que se tejen, en las infinitas vidas en las que nos enlazamos, para renunciar a su propia significación -sus recuerdos, memorias y aspiraciones- para no tener nada mas que ver con sí mismo.
El hombre abandona su pasado con la intención de reemplazarlo, y de no ser posible, anularse en cualquier otro yo que pueda conformar en poco tiempo y con los instantes que tenga a la mano. Las primeras vivencias en el nuevo mundo al que se llega, la desazón oculta en alma al tactar las venas amputadas de aquel corazón que le mantenía vivo.
Vive a la sombra de su anterior ser, como el hombre de la película A history of violence donde el protagonista tiene que volver de la muerte para aniquilar al yo que ha escapado del inframundo -su pasado- para introducirse en su presente y hacerlo imposible.
La característica de esta renuncia de su propio yo es lo que Pascal llamó en La miseria, entre sus pensees, el fastidio de sí mismo. Sentía el hedor de la paulatina descomposición de sí mismo. Deseaba alejarse del cadáver, está durmiendo en el ataúd con el muerto, con los despojos de su niño interior baleado, con el hombre de aquellos amaneceres, de aquellos orgasmos, que se ahogó en las marismas de su propia imaginación.
Diferente de la renuncia de Travis en la película París, Texas de Win Wenders. Esta es una renuncia dolorosa, es la conciencia permanente, remordida, de el daño causado. Hay seres que, pese a la voluntad de hacer el bien, cual demiurgo torpe, solo causan desastres, siembras terremotos y cosechan tempestades. Peregrinan por los desiertos purgando sus pecados, conversando con el diablo, volviéndose una extraña planta desértica que repta por la arena.
Esta renuncia no es total, ninguna lo es, pese al fastidio de si mismo, en esa gigantesca fosa de recuerdos, caricias y calideces, hay luces profanas que le llaman. El correr de si mismo le ha dejado agotado y se ha cansado hasta de correr, quiere sosiego, y solo queda la única isla segura luego de navegar a la deriva en la inmensidad.
El otro tipo de renuncia también obliga a volver sobre sí mismo, como de Maistre y su viaje alrededor de su cuarto. Debe resarcir a los perjudicados. Travis vuelve y deja en la impronta de su hijo abandonado el recuerdo más cálido de una sonrisa real, no solo la nebulosa sonrisa del recuerdo. Junta las cuerdas que cortó de un machetazo, reuniendo a su hijo con su esposa en un burdel de mala muerte en Dallas.
Win Wenders tiene otra película, En Alas del deseo, donde explica con maestría esta clase de ruptura consigo mismo. En ella un ángel se lanza del cielo, siguiendo la línea de Anatole France en La Rebelión de los ángeles, pues su condición etérea y eterna le aterra y quiere experimentar algo mundano, pasajero, herético; aquello por lo que los caudillos entre las hordas querúbicas fueron condenados al fuego del pandemónium.
Quizás la expresión más suave de esta ruptura sea la película Forrest Gump. En una parte de la película el personaje, harto de su existencia en los márgenes de su experiencia previa y de las aspiraciones futuras que crecen en base a estas, empieza a trotar -el síndrome de Forrest Gump- sin saber a dónde, sin tener a donde llegar, solo escapando de sí mismo. Él se detiene y encuentra en una partícula infinita de su pasado -su hijo-una causa para restablecer el contacto con su yo.
Quizás la expresión más radical sea la película Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, allí el personaje permite que sean extraños sujetos de batas blancas, con su tecnología y sus aparatos quirúrgicos, los que extirpen ese yo, ese cúmulo de experiencias y fracasos, para que su mente, libre de este tumor, pueda fundirse en un yo indistinto. El personaje de esta película, como el de las que mencionábamos de Win Wenders, está profundamente dañado, ya su ser ha sido consumido y se ha fundido en la nada, no tiene aspiraciones, no tiene impulsos o pulsaciones, es solo una coraza vacía, un árbol que se arrastra podrido, seco por dentro, sin raíces.
Por que hablar de estos síndromes, de la necesidad de abandonarse y fundar otro yo, pues porque en los momentos donde la vida se hace miserable, donde la usurpación del espacio privado por las necesidades productivas, donde la elevación del ser mediante el disfrute, el placer y la cultura, han quedado en segundo plano, es donde es menester empezar a correr sin mirar atrás. No hay nada allí que alimente nuestra esencia, nuestro yo. Solo un pandemónium de caricias, recuerdos y sabores que al igual que al primer caído, el cual renunció a su posición por aborrecer su yo, nos sofocan y asfixian, un infierno que arde en nosotros y que solo puede extinguirse al extinguirse nuestro yo.
Comentar