El síndrome de la vida ocupada

Desde niño, aprendí que la inactividad era un pecado capital. Mis padres, con la mejor intención, me inculcaron la idea de que estar ocupado era sinónimo de virtud. A los 8 años, mi agenda era un laberinto de actividades colegio, fútbol, scouts, pintura… el descanso era un lujo desconocido.

Hoy, veo este patrón repetirse en la sociedad. Nos bombardean con la idea de que «llegar a todo» es la meta. Queremos triunfar en el trabajo, ser padres ejemplares, tener una casa impecable, llevar una vida saludable, estar al día con las series y las redes sociales. Nos convertimos en esclavos de agendas imposibles, persiguiendo un ideal de perfección que nos deja exhaustos y frustrados.

¿Pero a qué costo? Vivimos en un estado de estrés constante, incapaces de disfrutar el presente. Nos sentimos culpables por «perder el tiempo» descansando, leyendo un libro o simplemente contemplando el cielo. Nos hemos convencido de que la quietud es sinónimo de fracaso, cuando en realidad es esencial para nuestra salud mental y emocional.

Permitámonos cuestionarnos sobre esta cultura de la ocupación. ¿Realmente necesitamos estar constantemente haciendo algo para sentirnos valiosos? ¿No es acaso la quietud, el tiempo para la reflexión y el descanso, igualmente importantes?

Debemos aprender a priorizar, a delegar, a renunciar a ciertas cosas para ganar calidad de vida. No se trata de ser perezosos, sino de ser selectivos. De entender que el éxito no se mide por la cantidad de tareas que realizamos, sino por la satisfacción que encontramos en lo que hacemos.

El síndrome de la vida ocupada nos roba la paz interior. Nos impide escuchar nuestra voz interior, esa que nos dice que necesitamos un respiro. Nos convierte en autómatas, incapaces de disfrutar del presente.

Las personas verdaderamente productivas no se quedan de su falta de tiempo, sino que lo gestionan sabiamente. No buscan la aprobación externa, sino que dejan que sus resultados hablen por sí mismos. No temen al silencio, sino que lo utilizan para conectarse consigo mismos.

En lugar de llenar nuestras agendas con actividades frenéticas, busquemos momentos de quietud, de conexión con nosotros mismos y con nuestros seres queridos. Aprendamos a disfrutar del presente, a saborear cada instante, sin la presión de tener que estar siempre haciendo algo.

Recordemos que la vida no es una carrera de velocidad, sino un viaje para disfrutar. Y para disfrutarlo plenamente, necesitamos aprender a bajar el ritmo.

César Augusto Bedoya Muñoz

Comunicador Social y Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Especialista en Gerencia de Mercadeo de la UPB. Mis pasiones para escribir y dialogar la política, la sociedad, la cultura y el servicio al cliente. Cuenta X: @cesar_bedoya.

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