Libertad: una palabra que ha sido grabada en lo más profundo de nuestra identidad como colombianos. Está en el himno nacional, en la voz de los soldados que la cantan cada mañana, y en las emisoras que la transmiten mientras volvemos a casa. Aunque suena hermosa al oído, para muchos, ha perdido su esencia: vacía de sentido en un país donde la violencia y la pobreza la han reducido a una ilusión.
Mientras los líderes políticos llaman a la mesura, el país se desangra. Las fronteras, que deberían ser símbolo de soberanía, son ahora corredores de narcotráfico y desplazamiento. Familias enteras son arrancadas de sus tierras, y el Catatumbo revive las imágenes de un pasado que juramos superar. Sin embargo, el gobierno prefiere extender su caridad a otros países y promulgar discursos de paz para naciones distantes, ignorando que aquí, dentro de nuestras propias fronteras, se libra una guerra.
En esta disfunción nacional, quienes deberían ser los héroes del progreso (los empresarios y los trabajadores) enfrentan un enemigo implacable: el Estado. Impuestos excesivos, regulaciones asfixiantes y trabas al comercio son parte de un sistema diseñado no para facilitar la vida, sino para controlarla. Todo esto, por supuesto, bajo el disfraz de la “justicia social,” un término que en teoría suena noble, pero que en la práctica solo redistribuye la riqueza de manera arbitraria, fomentando dependencia en lugar de autonomía.
La verdadera justicia no se logra quitándole a unos para darle a otros. No. La justicia genuina es, en realidad, el respeto por la libertad individual y la defensa de los derechos de cada ser humano para vivir, trabajar y prosperar sin ser obstaculizada por un sistema voraz.
Lo más alarmante, es que el silencio se ha convertido en la norma. Muchos prefieren callar y evitar conflictos ¿Por qué? Por miedo, por comodidad o porque hemos sido condicionados a no cuestionar. Nos han hecho creer que el silencio es neutral. Nada más lejos de la verdad. El silencio no es neutral: el silencio es complicidad.
Cada vez que callamos ante un abuso, un impuesto injusto, una regulación absurda o una política que destruye el mercado, estamos siendo cómplices. Cuando permitimos que los discursos vacíos prevalezcan, perpetuamos el sistema que nos oprime, alimentado por nuestra apatía.
La pregunta no es por qué el sistema está roto, sino por qué seguimos tolerándolo. La respuesta es incómoda: lo toleramos porque es más fácil callar. Romper el silencio implica enfrentarnos a la posibilidad de ser marginados por ir contra la corriente. Pero es precisamente en este momento cuando más necesitamos alzar la voz.
No podemos seguir aceptando un sistema que castiga la productividad y premia la mediocridad. No podemos permitir que la narrativa del colectivismo eclipse los principios que realmente generan progreso: la libertad de mercado, el respeto por la propiedad privada y la responsabilidad individual. Estos son los pilares de una sociedad que avanza, no los discursos populistas que buscan dividirnos en lugar de unirnos.
El sol puede esconderse tras las montañas al caer la tarde, pero es nuestra decisión si dejamos que la oscuridad del silencio nos envuelva o si encendemos la luz de la palabra. Hoy, más que nunca, es hora de hablar. Porque el silencio no es neutral, y porque callar es, en el fondo, aceptar la opresión que tanto decimos despreciar.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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