Pareciera que, al empezar a hablar de aborto, se suscitara de inmediato una sospecha acompañada por una etiqueta bien grande y visible.
A través de diversas miradas, la sociedad ha ido tomando postura con relación al tema del aborto y sus leyes. La posición de los diferentes actores sociales frente al tema está condicionada por la influencia de la iglesia y hasta por la misma opinión de la sociedad científica y médica. Esto contrapone completamente la cuestión del aborto, dejando las convicciones de la mujer en el último lugar del debate, imposibilitándola a decidir libremente sobre su propio cuerpo, y la razón de esta arbitrariedad, son las leyes establecidas que están más influenciadas por las creencias personales de algunos sectores, que por las mismas necesidades de la población y de las políticas públicas, lo que nos devela que tenemos un grave problema como sociedad democrática.
Evidentemente es un asunto que implica tomar una postura, pero que también enfrenta un señalamiento si se muestra una posición abierta a favor del aborto, como si existiera un imaginario que convierte la despenalización del aborto, en el equivalente de que toda mujer gestante se deba practicar un aborto. Ahora bien, hablemos de las distintas posiciones que se toman frente al tema.
En nombre del derecho a la vida, se ha deslegitimado a la mujer como sujeto de derecho, cuando una sociedad penaliza el aborto, está enviando un claro mensaje de desigualdad y de violencia hacia la mujer, condicionando su vida reproductiva, confinándola a ser rehén de su propio cuerpo durante el ciclo de gestación y obligándola a hacerse cargo de una maternidad de la que no está en condiciones de asumir o que sencillamente no desea.
Así sectores como los llamados provida exigen derechos para un embrión, otorgándole desde el momento de la fecundación, facultades propias de una persona. Contrario a sus ideas, sus intervenciones generalmente no son aplicadas a la prevención de embarazos no deseados, de esta manera “lejos de contribuir a proteger la vida embrionaria disminuyendo la cantidad de abortos, contribuyen a su alta incidencia” como lo demuestra Mario Sebastián, médico de la división de tocoginecología en la ciudad de Buenos Aires. Esta es una posición completamente dogmática, que manifiesta la total aberración al acto de abortar, atribuyéndole una connotación homicida, lo que demuestra una manipulación del lugar que tiene el embrión en un contexto social, centrándose en la moralidad religiosa.
Acaso no será importante hacerse cargo de la postura que se toma, teniendo presente que la realidad del aborto es político, de que el 13% de las mujeres embarazadas en Colombia muere por practicarse un aborto clandestino, que la desigualdad social pone a la mujer de menos recursos económicos, en una posición de vulnerabilidad cuando no se desea continuar con el embarazo, no será importante tener en cuenta de que la mujer con menor capital económico y cultural, está en desventaja para iniciar una vida materna, que muchas veces está lejos de tener el apoyo del padre del futuro hijo, que en los países latinoamericanos se muestra que la cantidad de abortos estimados supera de 3 a 5 veces a los países en los que la interrupción del embarazo es legal.
El problema central es que la opinión de la mujer es la que menos valor tiene, en un mundo en el que la realidad social, se impone ante el derecho individual. ¿Qué pasaría si por el contrario se concibiera a la mujer como sujeto de derechos con plena capacidad de decisión sobre su cuerpo? Se hablaría entonces del aborto como una cuestión de salud pública y de dignidad humana para empezar, otorgándole a la mujer el lugar de autonomía que le corresponde, ahí en adelante la cuestión del aborto iría tomando otros rumbos.